MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta a un devoto del Corazón de María, en EC II, p. 1500
El día 1 de noviembre del año 1950, millones de entusiastas estábamos pegados al aparato de radio –en España no había aún TV- para escuchar la voz estremecida de Pío XII: “…por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Pedro y Pablo, y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”.
Claret hubiera explotado de gozo ante esta declaración dogmática, como lo hizo al ser coetáneo de la definición de la Concepción Inmaculada. El Pueblo de Dios ya vivía desde siglos esa creencia de que el Corazón que nutría de sangre al Hijo que llevaba en sus entrañas estaba vivo y seguía latiendo con amor por todos sus hijos. ¡Qué hermosamente lo dice el Concilio!: “Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (LG 62).
Claret, en la breve frase que comentamos, toca dos temas esenciales de la verdad cristiana: la Asunción de María y su función de Mediadora. Declarada la primera como dogma, quedaba en el “sentido de fe” del Pueblo de Dios la mediación universal –“trono desde donde se dispensan todas las gracias”, dice Claret-. Esa fue la petición de muchos obispos al señalar asuntos que debía tratar el Concilio. Pero se vivía un momento especialmente sensible de ecumenismo y apertura a otras confesiones cristianas, y por ello se optó por un Concilio eminentemente pastoral, sin promulgación de nuevas declaraciones dogmáticas. Pero el tema es tan importante que lo repescaremos, ya que Claret nos tenderá la mano.