19 de diciembre | Sábado de la tercera semana de Adviento | Ciclo B

19 de diciembre | Sábado de la tercera semana de Adviento | Ciclo B

Jc 13, 2-7. 24-25

En aquellos días, había en Sorá un hombre de la tribu de Dan, llamado Manoa. Su mujer era estéril y no había tenido hijos. A esa mujer se le apareció un ángel del Señor y le dijo: «Eres estéril y no has tenido hijos; pero de hoy en adelante, no bebas vino, ni bebida fermentada, ni comas nada impuro, porque vas a concebir y a dar a luz un hijo. No dejes que la navaja toque su cabello, porque el niño estará consagrado a Dios desde el seno de su madre y él comenzará a salvar a Israel de manos de los filisteos».

La mujer fue a contarle a su marido: «Un hombre de Dios ha venido a visitarme. Su aspecto era como el del ángel de Dios, terrible en extremo. Yo no le pregunté de dónde venía y él no me manifestó su nombre, pero me dijo: ‘Vas a concebir y a dar a luz un hijo. De ahora en adelante, no bebas vino ni bebida fermentada, no comas nada impuro, porque el niño estará consagrado a Dios desde el seno de su madre hasta su muerte’ «.

La mujer dio a luz un hijo y lo llamó Sansón. El niño creció y el Señor lo bendijo y el espíritu del Señor empezó a manifestarse en él.

Sal 70, 3-4a. 5-6ab. 16-17
R. (cf 8a) Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
Señor, sé para mí un refugio,
ciudad fortificada en que me salves.
Y pues eres mi auxilio y mi defensa,
líbrame, Señor, de los malvados.
R. Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
Señor, tú eres mi esperanza;
desde mi juventud en ti confío.
Desde que estaba en el seno de mi madre,
yo me apoyaba en ti y tú me sostenías.
R. Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
Tus hazañas, Señor, alabaré,
diré a todos que sólo tú eres justo.
Me enseñaste a alabarte desde niño
y seguir alabándote es mi orgullo.
R. Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
R. Aleluya, aleluya.
Retoño de Jesé, que brotaste como señal para los pueblos,
ven a librarnos y no te tardes.
R. Aleluya.

Lc 1, 5-25

Hubo en tiempo de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una descendiente de Aarón, llamada Isabel. Ambos eran justos a los ojos de Dios, pues vivían irreprochablemente, cumpliendo los mandamientos y disposiciones del Señor. Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos, de avanzada edad.

Un día en que le correspondía a su grupo desempeñar ante Dios los oficios sacerdotales, le tocó a Zacarías, según la costumbre de los sacerdotes, entrar al santuario del Señor para ofrecer el incienso, mientras todo el pueblo estaba afuera, en oración, a la hora de la incensación.

Se le apareció entonces un ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y un gran temor se apoderó de él. Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien le pondrás el nombre de Juan. Tú te llenarás de alegría y regocijo, y otros muchos se alegrarán también de su nacimiento, pues él será grande a los ojos del Señor; no beberá vino ni licor y estará lleno del Espíritu Santo, ya desde el seno de su madre. Convertirá a muchos israelitas al Señor; irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia sus hijos, dar a los rebeldes la cordura de los justos y prepararle así al Señor un pueblo dispuesto a recibirlo».

Pero Zacarías replicó: «¿Cómo podré estar seguro de esto? Porque yo ya soy viejo y mi mujer también es de edad avanzada». El ángel le contestó: «Yo soy Gabriel, el que asiste delante de Dios. He sido enviado para hablar contigo y darte esta buena noticia. Ahora tú quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto suceda, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo».

Mientras tanto, el pueblo estaba aguardando a Zacarías y se extrañaba de que tardara tanto en el santuario. Al salir no pudo hablar y en esto conocieron que había tenido una visión en el santuario. Entonces trató de hacerse entender por señas y permaneció mudo.

Al terminar los días de su ministerio, volvió a su casa. Poco después concibió Isabel, su mujer, y durante cinco meses no se dejó ver, pues decía: «Esto es obra del Señor. Por fin se dignó quitar el oprobio que pesaba sobre mí».

Palabra del Señor.