MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta a un devoto del Corazón de María, en EC II, p. 1499
Al leer las afirmaciones entusiastas de Claret, reconocemos que en su corazón recala –como escribe un teólogo español actual- “el impacto que su memoria (de María) ha producido en miles y miles de creyentes en el decurso de la historia. ¡Y esto no ha sucedido al margen de la Providencia de Dios! La ‘receptio Mariae’ en el Pueblo de Dios agraciado con el ‘sensus fidei’, nos revela su verdad”. Y un conocido biblista brasileño hace caer en la cuenta de que el entusiasmo del pueblo puede esconder aspectos básicos de la devoción a María: “la imagen de Nuestra Señora es pequeña, cubierta con un manto ricamente adornado… Al pueblo le gusta adornar y enriquecer lo que ama. Sólo que el manto rico ha acabado por esconder gran parte de la imagen de María…Lo que sucedió con la imagen pasó con María misma. Glorificada por el pueblo y por la Iglesia como Madre de Dios, ha recibido un manto de gloria. Pero éste acabó escondiendo gran parte de la semejanza que Ella tiene con nosotros”.
En el Concilio se dieron algunas controversias entre quienes enaltecían a María hasta casi deshumanizarla y quienes apenas reconocían su singular dignidad. Fruto del diálogo entre ambos grupos fue esta sabia puesta en guardia: “el Concilio exhorta a los teólogos y predicadores a que se abstengan cuidadosamente tanto de toda falsa exageración, como de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios” (LG 67). Pocos años después, en 1974, Pablo VI explicitaba el contenido del texto conciliar en su hermosa Exhortación Apostólica “Marialis cultus”.
La base de la grandeza de María radica en haber sido elegida para madre del Verbo. Así lo expresó Benedicto XVI en su alocución del 31 de diciembre de 2006: “[el Verbo] es de Dios y de María. Por eso la Madre de Jesús se puede y se debe llamar Madre de Dios”. Se abre un mundo de horizontes hacia el que se nos invita a caminar.