Cada Segundo Domingo de Cuaresma nos presenta la Liturgia de la Iglesia para nuestra consideración el Evangelio de la Transfiguración de Jesús, porque es de una importancia suma en la vida del Señor. Pero en este día lo hace de modo especial.
Sin referencia alguna a ningún Domingo del año, este hecho del Tabor tiene hoy, 6 de Agosto, su fiesta propia, llamada en algunas partes la Fiesta del Divino Salvador.
Nosotros vamos a contemplar una vez más, con gozo grande del alma, aquella escena deslumbrante, avance para Jesús de los esplendores de su resurrección y una visión también adelantada para nosotros de la gloria que nos espera.
Nos la narran Marcos, Mateo y Lucas, cada uno con detalles propios, y entre los tres nos hacen ver un cuadro espectacular y grandioso.
Jesús ha escogido un momento decisivo para los apóstoles.
Les ha dicho muy severamente que, si quieren seguirle, deben tomar la cruz sin miedos.
No tienen más remedio que negarse a sí mismos, jugarse la vida y hasta perderla.
Jesús se ha enfrentado de modo especial a Pedro, que le quería apartar de su propósito de subir a Jerusalén, donde le espera la cruz y la muerte.
En este contexto se sitúa el Tabor.
Es el atardecer de un día plácido, sereno, bajo un cielo azul intenso. El camino que lleva a la cima de ese monte tan bello, en medio de la planicie de Galilea, es pedregoso y toda la montaña está poblada de árboles con hoja perenne.
Ya en lo alto de la montaña, Pedro, Santiago y Juan, los tres apóstoles que se ha llevado Jesús consigo, se tumban a dormir mientras que Jesús se va a pasar toda la noche en oración altísima. Tiene que hablar con Dios su Padre de lo que se le echa encima al llegar a Jerusalén.
Al despuntar el día, se espabilan los tres discípulos y quedan anonadados. Jesús está suspendido en el aire, con su cara resplandeciente más que el sol, las vestiduras blanquísimas, y a su lado Moisés y Elías, enviados por Dios, que hablan con Él acerca de la pasión y muerte que le vienen encima.
El espectáculo es sensacional. Jamás ha contemplado la tierra hermosura semejante. De modo que el pobre Pedro, sin saber lo que se dice, comienza a gritar:
– ¡Señor, qué bien se está aquí! Si te parece bien, hacemos tres tiendas de campaña, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. De nosotros no te preocupes…
Continúa Pedro diciendo desatinos, cuando una nube envuelve la aparición, mientras se oye la voz potente de Dios:
– ¡Este es mi Hijo queridísimo, en quien tengo todas mis complacencias! ¡Escúchenle!
Ahora los apóstoles tiemblan, pues, según la creencia judía, nadie podía ver a Dios y quedar con vida. Así que se tiran rostro en tierra, pero viene Jesús todo amable, y les dice:
– Venga, no teman, que soy yo. Pero les doy este encargo importante: no digan nada a nadie sobre esta visión hasta que yo haya resucitado de entre los muertos.
A partir de ahora, se nota en los Evangelios cómo la psicología de Jesús, que ha sido tan serena siempre, adquiere una madurez humana extraordinaria. Jesús irá tranquilo a la muerte, consciente de la gloria que le espera después.
Y una vez resucitado Jesús, y comunicada la visión por los tres testigos, todos los creyentes tendrán en ella un fuerte sostén para su esperanza. La lucha por la vida cristiana será dura, pero no tiene parangón esta lucha con la gloria que un día se les ha de revelar…
Esta escena de la Transfiguración del Señor tiene un valor especial para nuestros días.
Hoy se desmitifica todo. Ya no se cree en lo sobrenatural.
El mismo Cielo es colocado en la tierra, sin esperar un mundo futuro.
A ese cielo se le hace consistir en un perfecto bienestar social, estilo marxista, que nos ahorrará quebraderos de cabeza al buscar la felicidad soñada…
Con semejante manera de pensar y hablar, desaparece el Cielo de la revelación.
Pero el Evangelio no está conforme con esta concepción humana y terrena del Paraíso futuro, y nos hace ver hoy cómo los bienes que Dios nos prepara serán de una naturaleza totalmente distinta, inconcebible ahora para nosotros.
Pablo, que verá a Jesús también resplandeciente a las puertas de Damasco, hasta el punto de que le dejará ciego por tres días, dirá adoctrinado por aquella experiencia:
– El Señor Jesús transfigurará nuestro cuerpo miserable para conformarlo con su cuerpo glorioso, en virtud de la fuerza que tiene para someterse a Sí mismo todas las cosas.
El mismo San Pablo saca entonces esta conclusión:
– Comprendo que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.
Y Jesús viene a decirnos con este hecho de su Transfiguración:
-¡Animo! ¡Adelante! En medio de sus luchas, miren con los ojos de la fe mi gloria. Conmigo están en la prueba, y conmigo estarán en el premio. Con ustedes estoy en la lucha, y pronto ustedes estarán en la dicha de mi victoria…
P. Pedro García, CMF.