17 ORD B - DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL  TIEMPO ORDINARIO

17 ORD B - DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Otra vez que la Liturgia de la Iglesia nos pone a nuestra consideración el Evangelio de la multiplicación de los panes, y precisamente con la relación de Juan, dejando la de Marcos, con cuyo Evangelio estamos este año. Me vienen ganas de preguntarme: -¿Por qué será esta repetición tan intencionada?… El domingo pasado vimos a Jesús conmovido ante las turbas que le seguían y cómo Él las contemplaba igual que ovejas sin pastor… Había que hacer por ellas lo más inmediato que era darles de comer, pues estaban hambrientas de verdad. Subido Jesús a la colina vio aquel espectáculo, grave pero simpático a la vez, y le dice a Felipe con algo de buen humor, pues no había allí ningún pueblo donde conseguir algo: – ¿Dónde podemos comprar el pan suficiente para que toda esta gente tenga algo que comer? – Maestro, esto es lo que me digo yo. Con doscientos denarios que guarda en la bolsa Judas, el administrador del grupo, no hay para que cada uno pueda recibir un trocito. Ahora interviene Andrés: – Aquí hay un muchacho que lleva cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿Qué es esto para este gentío? El pescado lo conservaban asado y con sal, y así era el que llevaba este muchacho. Parece como si Jesús se estuviera divirtiendo con los apuros de los apóstoles, hombres prácticos que tocaban de pies en tierra y sabían que no había nada que hacer… Pero Jesús tenía la idea bien clara en su cabeza, y ordena: – Hagan que se sienten todos. Era la primavera y había crecido mucha hierba en los contornos del lago. Sentados todos en grupos de cien en cien y de cincuenta en cincuenta, llegan a sumar hasta cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. El espectáculo en aquel atardecer primaveral resultaba pintoresco de verdad. Jesús se hace traer los cinco panecillos y los dos pescados del mu-chacho. Los toma en sus manos, eleva en oración los ojos al cielo, da gracias a Dios su Padre, y empieza a dar a los apóstoles panes y más panes, y pescados y más pescados, para que repartan entre la gente: -Que tomen todo lo que quieran y sin trabas… No hay que decir que a ninguno se le ocurrió ayunar aquella tarde… Comieron hasta saciarse. Y entonces mandó Jesús: – Tomen los trozos que han sobrado para que no se pierda nada. Y llenaron hasta doce canastos, a pesar de tanto como comieron y —lo suponemos aun-que no lo diga el Evangelio— a pesar también de la provisión que cada uno se hizo por su cuenta… La gente se entusiasma, y saca una consecuencia muy lógica para ellos: -¡Este es sin duda el Mesías que esperamos! ¡Venga, no perdamos tiempo! Lo agarramos y lo proclamamos rey… Pero Jesús, que no quiere ninguna complicación política ni causar problemas al pueblo con una sublevación contra los romanos, se escapa solo a la montaña, mientras ordena a los Doce que se embarquen y partan hacia la otra orilla. Sí que piensa Jesús en eso de Rey…, ¡pero se trata de un reinado tan diferente!… Este Evangelio nos lo sabemos de memoria. Pero ahora nos fijamos sólo en esta orden de Jesús a los apóstoles: -¡Dadles vosotros de comer! Hoy escuchamos en la Iglesia esta recomendación del Señor y le damos una interpretación muy nuestra y muy legítima también. Mirando el hambre que reina en muchas regiones del mundo —y nosotros miramos en especial a nuestra América Latina—, sentimos muy vivamente el mandato del amor. ¿Puede haber amor verdadero al hermano, si no le calmamos el hambre que lleva en el estómago, esa hambre que es el resumen de todos los males que padece el pobre y el resumen de todas las injusticias que comete la sociedad?… El amor lleva siempre a remediar la necesidad primaria del pobre, como es saciarle el hambre que padece. Tiene derecho a la vida, y no puede vivir si no se alimenta como es debido. Pero, ¿haríamos bien en quedarnos sólo con esta interpretación nuestra, aunque tan legítima, de la recomendación del Señor, si dejamos expresamente la interpretación auténtica del mismo Evangelio, como es la Eucaristía?… Este relato del Evangelio no lo podemos disociar del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Por algo la Iglesia nos propone tantas veces esta página de la multiplicación del pan. – “¡Denles ustedes de comer!”. Ustedes, mis apóstoles, mis sacerdotes, a los que confío mi Cuerpo que se entrega como Pan de Vida en el Sacramento… Jesús sabe que causa más estragos en las almas el hambre espiritual que en los cuerpos el hambre material. O las almas alimentan la vida divina que Dios les dio en el Bautismo, o morirán de hambre hasta perder la vida eterna. ¡Comulgar! ¡Recibir el Pan de Vida! ¡Recibir el Cuerpo del Señor!… Jesús no lo pudo decir con palabras más graves y más estimulantes: – El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo… Si no comen mi carne y no be-ben mi sangre, non tendrán vida en ustedes… Y quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. ¡Señor Jesucristo! Danos amor para compartir el pan con los hermanos que tienen hambre. Pero danos sobre todo —y con toda abundancia, hasta podernos hartar dichosamente con él—, ¡danos siempre el mismo Pan, tu Cuerpo y Sangre, Señor!… P. Pedro García, cmf.