MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 630
San Antonio María Claret lo tenía claro: lo suyo era ser misionero. Jamás pretendió otra cosa. Las circunstancias de la vida –a través de las cuales se oye también la voz de Dios– le llevaron a otros ámbitos que nunca hubiera imaginado. Lo sacaron de los campos y las masías catalanas, lo condujeron a la aceptación de la mitra, lo colocaron en las lejanas Antillas, lo situaron después en un ambiente palaciego, lo arrojaron al destierro… Pero él siempre fue el mismo: misionero apostólico.
Cuando la providencia lo llama a Madrid, allí, junto a los grandes de la tierra, conoce las miserias humanas de muchos que merodean por la Corte. Él, por su cargo y condición, tiene acceso a las personas más relevantes de la nación. Podría haberse inmiscuido en lo político, incluso con la mejor intención: que los políticos actuasen con más rectitud. No lo hizo. Ni escuchó a quienes le “pinchaban” para ello; no era lo suyo.
En terreno político, quien no es llamado al mismo por espíritu de servicio al bien común, mejor es que se mantenga al margen. Si, además, es eclesiástico o agente comprometido con el anuncio del Evangelio, deberá guardar una actitud de exquisita prudencia. En determinados casos, es posible que sea oportuna la denuncia profética, ya sea verbal, ya sea con actitudes significativas. Claret nos dejó ejemplo de ambas cosas, sin meterse propiamente en asuntos políticos y sin buscar beneficio alguno.
Hay alta política y política de zancadillas. La primera la realizan los estadistas, los que -con espíritu de servicio- buscan una sociedad más justa, que dignifique la vida de todos. La otra, la de las zancadillas e intrigas, es la egoísta e interesada, se convierte en abuso de poder, en ambición de dinero, y en opresión de los más débiles. Subir en el escalafón social gracias a los “enchufes”, el ingreso “por la ventana”… es cosa muy antigua. Hasta entre los discípulos de Jesús hubo dos que intrigaron, intentando asegurarse los mejores puestos en el Reino. ¿Sabes qué les respondió Jesús? Búscalo en el evangelio de Marcos, capítulo 10.