MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 626
En la agenda de Claret durante sus once años de estancia en Madrid como confesor real, aparece un tiempo dedicado a las audiencias, esto es, un tiempo empleado en recibir a todo tipo de personas que solicitaban un encuentro con el santo arzobispo. Fue una de las mayores cruces que soportaban sus hombros; sin duda, algunas de esas personas buscaban alguna orientación para sus vidas; pero otras querían valerse de la influencia de Claret para alcanzar favores de la Reina o de los políticos; a esto último Claret se negaba rotundamente.No pretendió, ni siquiera permitió, que su prestigio en la Corte madrileña se convirtiese en fuente de beneficios o privilegios, ni para él personalmente ni para otros. ¡Jamás! Para sí no admitió, no ya privilegio alguno, sino ni siquiera el más mínimo regalo material: “Mi satisfacción será, cuando me retire de Palacio, el poder decir que nada tengo de S. M., ni un alfiler” (Aut 634). Claret sabía que las dádivas, a la larga, esclavizan, privan de libertad; y ésta es irrenunciable.Es difícil mantenerse libre en medio de la turbamulta de oportunistas que acechan atajos para medrar. No es fácil decir sí cuando es sí y no cuando es no, sin amarrarse a las conveniencias que resultan de los favores concedidos. Es muy tentador eso de “dar” confiando en “recibir” alguna vez la retribución. Es muy tentador y muy humano, más aún en nuestra sociedad mercantilizada, en la que a todo se le pone precio. Es una realidad que puede colarse hasta distorsionar el mismo sentimiento religioso: ¿Cuántas “mandas”, promesas, dineros, velas y cirios, “cadenas” de oraciones, son de hecho un pequeño o gran negocio que creemos hacer con Dios y los santos?Claret nos dejó un ejemplo formidable de paciencia –al recibir a personas que lo único que pretendían era beneficiarse de su posición excepcional– y también de desprendimiento y rectitud a toda prueba en su manera de proceder en un cargo público.