MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta ascética… al presidente de uno de los coros de la Academia de San Miguel. Barcelona 1862, p. 30
El texto que acabas de leer es sencillo, pero al mismo tiempo admirable. Partiendo de la imagen de la fragua, el Padre Claret habla una vez más de la Eucaristía, sacramento del fuego divino, que tiene en ella el punto de concentración del amor de Dios a la humanidad. La barra de hierro, metida en las llamas de la fragua, se somete a un proceso de calentamiento que produce un doble cambio: en primer lugar, se convierte en fuego; y en segundo lugar, se hace maleable, se deja moldear.
Aplicándolo a la comunión, el cuerpo de Cristo tiene una eficacia transformante, divinizadora. El comulgante se convierte en el fuego que es Jesús, en llama viva; quien recibe la Eucaristía con frecuencia y bien dispuesto queda “endiosado”: de algún modo se convierte en un ser divino que va con pasos agigantados hacia la experiencia de la divinización total.
Sería formidable que el creyente mediocre comprendiese la indecible riqueza que tiene a su disposición y, acercándose apasionado a comulgar, experimentara “qué bueno es el Señor. Dichoso el que se acoge a Él”.
El Padre Claret vivió la Eucaristía con desmedida pasión, que le llevó a ser “sagrario viviente” del sacramento. Sus sentimientos al respecto pueden percibirse en textos como el que sigue; léelo y percibe su calado: “Después de la misa estoy media hora en que me hallo todo aniquilado. No quiero cosa que no sea su Santísima voluntad. Vivo con la vida de Jesucristo. Él, poseyéndome, posee una nada, y yo lo poseo todo en él. Yo le digo: ¡Oh Señor, Vos sois amor! Vos sois mi honra, mi esperanza y mi refugio. Vos sois mi gloria, y mi fin” (Aut 754). Ojalá la admiración nos lleve a la emulación.