MEDITACIÓN DEL DÍA:
Propósitos del año 1862; en AEC p. 701
Como actitud humana, el contemplar puede entenderse como una especie de enriquecedor contacto cognoscitivo con las más variadas realidades, que van desde nuestra propia intimidad hasta los misterios del Dios Altísimo, pasando por el mundo de las cosas que nos rodean. Desde lo sensorial podemos abrirnos a una elevación hasta el corazón de la Trinidad. La conciencia de esta maravillosa capacidad nos hará felices.
En tal sentido nos es bueno ejercitarnos en la contemplación de la belleza de nuestro mundo, lo mismo que de la belleza espiritual que asoma del corazón en armonía de tantas personas. A través de ellas podemos, como en un espejo -según la expresión de Claret- rastrear la hermosura de Dios mismo, sabia diseñadora y animadora de todo lo que existe. Por esta vía se nos ilumina no sólo la presencia de Dios en nuestro mundo sino también la razón de amor que en definitiva es la que explica su poder e inspira su sabiduría. Y podemos, a la vez, aprender a manejarnos con esta misma pauta, continuando así la obra generadora de bondad, justicia y armonía que constituye nuestra oportunidad dentro de la gran tarea confiada a la familia humana a lo largo del tiempo.
En lo cotidiano, esta contemplación puede nutrir de múltiples motivos nuestros pequeños momentos de acción de gracias, hacer más lúcido el discernimiento que nos demandan nuestras encrucijadas y aportar serenidad y alegría al compromiso de todos en la construcción evangélica de la fraternidad.
La contemplación no es incompatible con la acción. Conocemos a no pocos santos que pueden servirnos de modelo. Han sido contemplativos en la acción, en la misión, en el servicio… ¿Sabes que la contemplación, más que elaboración de la inteligencia, es obra del amor? ¿No has conocido personas que, como Claret, han realizado un servicio apostólico increíble impulsadas y sostenidas por el fuego de su oración contemplativa?