14. La jerarquía en los tres primeros siglos

14. La jerarquía en los tres primeros siglos

A pesar de las dificultades por las Persecuciones Romanas, la Jerarquía funcionaba de modo muy seguro en estos tres primeros siglos.

 

Desde el momento en que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, la Roca, como cabeza y lazo de unión entre los Apóstoles, la Iglesia era una Institución que debía tener una Jerarquía como el armazón óseo de su cuerpo, o bien, con otra comparación, como el cerebro que dirigiera todos sus pasos. El Espíritu Santo, que la animaba al principio con sus carismas tan llamativos, pronto hizo que su carisma primero y principal fuera el de gobierno, mientras que los otros iban disminuyendo, aunque nunca se han apagado del todo en la Iglesia y han estado siempre bajo la mirada vigilante de los obispos y del Papa. Así, en la Iglesia se han visto resguardados y seguros los grandes dones del Espíritu Santo que han producido continuos frutos de la santidad más excelsa.

 

Iniciada la Iglesia en Pentecostés, se ve por los Hechos de los Apóstoles que ellos, y sólo ellos, tenían la autoridad y eran obedecidos por todos. Pero el Espíritu Santo
─diríamos que por necesidad─ suscitó además profetas, doctores…, y los que Pablo llama “apóstoles” y “evangelistas”, muy diferentes de los Doce y de los escritores de los Evangelios. Eran ayudantes en las comunidades, predicadores y catequistas itinerantes, calificados por el mismo Pablo como “delegados de las Iglesias, gloria de Cristo” (2Co 8,23).

 

Desde Pentecostés, Pedro aparece como cabeza, como jefe indiscutible e indiscutido de la Iglesia. Al saber de manera absolutamente cierta que Pedro fue martirizado en Roma y que allí está su sepulcro, a Roma dirigimos la mirada.

Tenemos el catálogo de los Papas, de todos los sucesores de Pedro, sin que falte uno en la lista. Y es curioso que desde el principio, en medio de las Persecuciones Romanas, a pesar de la autonomía de cada obispo en el territorio de su jurisdicción, y de los sínodos que celebraban los obispos de una región, todos acudían a la sede de Roma para solucionar sus problemas, para pedir consejo, para solicitar su aprobación. Basten unos ejemplos.

 

San Ignacio, discípulo de Pablo y sucesor de Pedro en la sede de Antioquía, que llama a la Iglesia de Roma “cabeza de caridad”. Y lo confirmará Dionisio, obispo de Corinto, que escribirá a los cristianos de Roma, bajo el Papa Sotero: “Desde los principios ustedes introdujeron la costumbre de colmar de beneficios a sus hermanos y de enviar a los pobres los socorros necesarios y medios de vida a las muchas iglesias establecidas en cada ciudad”.

San Policarpo, discípulo de Juan, y obispo de Esmirna, que acude al Papa San Aniceto para la cuestión de la Pascua.

San Cipriano, obispo de Cartago y gran autoridad en las Iglesias de África, que cede ante el Papa San Cornelio en el problema de los apóstatas arrepentidos, y que llamaba a Roma “nutriz de la unidad católica”, “porque de ella emana la unidad sacerdotal”.

San Ireneo, discípulo de San Policarpo, enlazado por lo tanto con los mismos Apóstoles, que persuade al Papa San Víctor I para que no rompa la paz con la Iglesia de Oriente por un asunto como la celebración pascual. Pero Ireneo, sobre todo, tiene unas palabras famosas que han sacado de quicio a los protestantes y racionalistas modernos:

“A esta Iglesia de Roma, por su preeminencia más poderosa, es necesario que se unan todas las iglesias, es decir, los fieles de todos los lugares; pues en ella se ha conservado siempre la tradición recibida de los apóstoles por los cristianos de todas partes”.

Y otros y otros casos. Es innegable que la Iglesia entera, desde sus comienzos, miraba a Pedro como el Vicario de Jesucristo y centro de la unidad y de la caridad cristianas.

 

El obispo, con plenitud del sacerdocio, era quien gobernaba la iglesia que tenía asignada y quien presidía el culto de los fieles. El obispo dirigía su Iglesia con derecho propio, no delegado del Papa, aunque siempre con los demás obispos en comunión con el Obispo de Roma, sucesor de Pedro. El obispo tiene la plenitud del sacerdocio ministerial, y es solo él quien puede imponer las manos, es decir, consagrar a otros obispos, sacerdotes y diáconos. Como vemos, en los Hechos y cartas de los Apóstoles, obispos y presbíteros eran al principio lo mismo. Obispo es el que vigila, el que supervisa todo; y presbítero era el hombre provecto, maduro, que bordeaba la ancianidad. Pero pronto se reservó el nombre de “Obispo” a lo mismo que significa hoy.

 

El presbítero, al que hoy llamamos sacerdote, lo tuvo el obispo desde el principio consigo; con delegación suya, presidía la Eucaristía y administraba los otros sacramentos. Tuvo especial importancia cuando el obispo no podía atender las comunidades alejadas del centro, en los campos sobre todo, y a los que había de llegar la celebración de la Eucaristía. Con la imposición de las manos recibía el poder de consagrar, de perdonar y de ejercer las demás funciones de la Iglesia. El origen del sacerdote hay que buscarlo en los mismos Apóstoles. San Pablo puso al frente de las Iglesias fundadas por él a obispos como Timoteo en Éfeso y Tito en Creta, con el encargo de que impusieran las manos a los elegidos como presbíteros para administrar los sacramentos y dirigir las iglesias particulares (Tt 1,4).

 

El diácono tenía gran importancia en la Iglesia antigua, aunque después fue perdiendo mucho en sus funciones. Volvemos sobre los Apóstoles, y vemos la institución de los Siete (Hch 6,1-6), consagrados en orden al servicio, nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (1569) con palabras del Concilio: “En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, a los que se les imponen las manos para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio”. En estos primeros siglos hubo diáconos muy notables en la Iglesia. El más insigne, San Lorenzo, que cuando vio se llevaban a su obispo el papa San Sixto II a matarlo, le gritó:

– Padre mío, ¿a dónde vas sin tu hijo? Tú que nunca ofreciste sacrificio sin la ayuda de tu diácono, ¿quieres ir ahora solo a la muerte?

– Queda tranquilo, hijo mío, porque te queda a ti una corona más gloriosa…

Lorenzo ─que llevaba la administración de los bienes, magníficamente organizados, de la Iglesia de Roma para los pobres─ moría después en la persecución de Valeriano con el célebre martirio de ser asado vivo a fuego lento sobre las parrillas.

 

Obispo, presbítero, diácono son los tres grados del Orden sagrado, participación, por la consagración, del único sacerdocio de Jesucristo. Pero la Iglesia, ya desde los principios que estamos historiando, añadió, según las necesidades, otros ministerios que no llevan imposición de manos, o sea, que no participan de la consagración sacerdotal. Éstos fueron, el Subdiaconado, hoy suprimido, para ayudar al diácono en sus variados oficios; el Ostiariado o portero, que se encargaba de las puertas de las iglesias o lugares del culto; el Lectorado, para lecturas en las funciones litúrgicas; el Exorcistado, para cuidar de los enfermos mentales y, como dice su propio nombre, para practicar los exorcismos con autoridad de la Iglesia, conferida por el obispo; el Acolitado, sobre todo, que ayudaba especialmente a los diáconos en el servicio de llevar la Eucaristía a los impedidos. Es célebre el caso del acólito Tarsicio (no un niño como nuestros monaguillos), que murió mártir bajo Valeriano antes que entregar los sagrados misterios que llevaba consigo. Su historia la sabemos al estar descrita por el Papa San Dámaso en su lápida sepulcral.

 

Los Patriarcas y los Metropolitanos eran los obispos de las Iglesias principales y con cargos importantes sobre los demás obispados. Los Patriarcas quedaron en cinco. La Iglesia de Occidente no tuvo más Patriarca que el de Roma, el Papa, mientras que en el Oriente estaban las de Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén. El gran problema lo creó Constantinopla, que quiso ser siempre la primera al arrogarse el título de segunda Roma. Los Metropolitanos eran los obispos de las grandes ciudades que tenían preeminencia sobre las diócesis de las ciudades menores de las Provincias. Más tarde se llamarán Arzobispos.

 

¿Eran célibes los dirigentes de la Iglesia? En un principio, ya se ve que no. Los Apóstoles, aunque fueran casados (Pedro, por ejemplo, Mc 1,31), renunciaron a convivir con sus esposas, y en el apostolado llevaban como asistente “una hermana cristiana” (1Co 9,5). Los obispos primeros eran hombres casados, pues no se podía contar con otros (lTim 3,2). Pero, por decisión propia, y siguiendo el ejemplo y la exhortación del Señor (Mt. 19,10-12), muchos abrazaron el celibato voluntariamente y se hizo general en los pastores de la Iglesia, hasta que se convirtió en ley. Copiamos literalmente lo de un autorizado historiador:

“El celibato eclesiástico se implanta en la Iglesia latina paulatinamente. En el Imperio Romano las leyes Julia y Popea eran contrarias al celibato; por consiguiente, al principio los clérigos se escogían entre los casados. Más tarde, a los que habían sido ordenados, siendo célibes, se les prohibía contraer matrimonio. El Concilio de Elvira (300-306) obliga a vivir en continencia a todos los sacerdotes y diáconos. El celibato fue extendido también a los subdiáconos por el Papa León I (440-451). En la Iglesia Oriental se continuó con su tradición de permitir a los casados el ordenarse de sacerdotes o diáconos; pero a los sacerdotes o diáconos célibes se les prohíbe el contraer matrimonio. Los obispos deben ser elegidos siempre de entre los sacerdotes o diáconos célibes”.

 

Jesús, buen organizador, dejó su Iglesia bien asentada sobre fundamentos solidísimos. Él es el fundamento y cabeza invisible de su Iglesia (ICo 3,11; Ef 4,15; Col 2,19). Pero edificada sobre una Roca visible, Pedro, en quien se unen todos los obispos. Y así, ¿quién no distingue el Magisterio auténtico y Gobierno seguro de la Iglesia de Cristo?…

 

 

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