13. El caso de los 12 años

13. El caso de los 12 años

Y así llegamos al hecho desconcertante de los 12 años. Los judíos varones tenían obligación de presentarse al Señor tres veces al año en el Templo de Jerusalén, por Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Muchos que vivían lejos lo hacían solamente en la Pascua. Las mujeres no estaban obligadas, aunque muchas lo hacían por devoción.

Y los niños se regían con reglas curiosas dictadas por los rabinos y doctores que vivían en Jerusalén. Según la rigurosa escuela de Shammai, estaba obligado el niño que pudiera suspenderse a ahorcajadas sobre los hombros de su padre; según la más benigna de Hillel, si podía subir las escalas del Templo agarrado de la mano de su padre también.

Como se suponía que el niño llegaba a la pubertad a los trece años, a los trece años y un día empezaba a ser libre, a cumplir obligatoriamente la Ley y, por lo tanto, a realizar la peregrinación pascual. Otros creen que esa mayoría de edad comenzaba a los doce años, como los que ahora tenía Jesús.

 

A pesar de la distancia de Nazaret a Jerusalén, unos 120 kms., José y María, y con el niño desde que pudo, “iban cada año a la fiesta de Pascua”. Y este año igual que los anteriores, a pesar de que Jesús, con solo 12 años, no estaba aún obligado según los rabinos y doctores. Cuatro jornadas a pie, alegres, con aire de fiesta, cantando salmos tan apropiados como el “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Ya están llegando nuestros pies a tus puertas, Jerusalén”.

El 14 de Nisán al atardecer se sacrificaba el cordero pascual y la noche se pasaba en Jerusalén, pero al día siguiente ya podían marchar los peregrinos. María y José permanecieron en Jerusalén toda la semana hasta el final de la fiesta, precisamente porque venían de tan lejos y ese descanso les era necesario entre la ida y vuelta.

 

Acabadas las fiestas, todos de regreso a casa. Y aquí vino el problema. La caravana se formaba en grupos, siempre separados los hombres de las mujeres, y los niños iban libremente con el padre o la madre. En medio del tumulto producido por tanta gente, Jesús aprovechó la ocasión para separarse de sus padres y quedarse en la ciudad. Nada extraño para José y María, pues los dos pensaron que iba con el otro grupo. El muchachito Jesús obró con toda conciencia, y tanto José como María pensaron que el chico iba con el otro.

La caminata del primer día salía algo tarde, era de unos dieciséis kilómetros, hasta el pueblo que siempre se ha tenido como la primera parada. Al asentarse cada grupo en su sitio, familia con familia, José y María se llevaron el gran susto. Jesús no estaba en ninguna parte y nadie sabía dar razón de él.

 

La noche debieron pasarla con preocupación enorme, y, apenas amanecido, empezaron a desandar el camino del día anterior.

Llegados a Jerusalén, el día entero lo pasaron de casa en casa, de lugar en lugar en que se reunían sus familiares y amigos. Todo inútil. ¡Y qué noche la siguiente, si es que pudieron dormir un minuto! Y el día tercero, o sea, dos días después de haber salido los grupos, se ve que empezaron la búsqueda entre el gentío que llenaba los atrios del Templo y donde los doctores, sentados en banquetas, formaban sus corros para enseñar la Ley o la Biblia en general.

El disgustazo de los tres días se convirtió para María y José en alegrón de categoría. De momento hubieron de aguantar su emoción, callarse y escuchar, porque sin duda siguieron las discusiones de su hijo con los graves maestros de Israel. Su Jesús estaba sentado sobre una estera en el suelo dentro del círculo de los aprendices, escuchando y preguntando libremente con tal agudeza que los flamantes doctores, sentados en sus banquetas, no salían de su asombro:

-¿Quién es y qué va a ser este muchachito?…

 

Vino el abrazarse y besarse de papás e hijo. María, dulcemente, se desahoga con su queja:

-¿Por qué nos has hecho esto, hijo? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.

Y Jesús, como extrañado, responde con moderada firmeza, algo impropia todavía de sus años, pero sabiendo bien lo que se decía:

-¿Y por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme en la casa y cosas de mi Padre?

La pregunta de María ha sido muy discreta, convencida de la superioridad de su hijo, y si el evangelista dice que María y José “no entendieron lo que él les decía”, bien se percataron de que Jesús tenía otro Padre al que debía obedecer. Lo que no entendieron fue cómo su hijo obró de aquella manera. La respuesta de Jesús, no fue tan oscura para María y José como pudiéramos pensar, pues iban descifrando progresivamente el misterio de su hijo.

 

Lo  más  interesante  es  meterse  con  su respuesta en el alma de

Jesús. Al quedarse en Jerusalén no obró ni por capricho ni para dar una lección a sus padres sobre su independencia. Lo hizo por un impulso fortísimo de estar con Dios. Es todavía muy jovencito, y, sin embargo, ya tiene conciencia de su filiación divina. Siente a Yahvé, el Dios de Israel, de una manera muy diferente a los demás. Una fuerza irresistible que lleva muy adentro le impulsa a buscarlo, a estar con Él, a hablarle con intimidad, a interesarse por todo lo que signifique Dios.

Un escritor muy agudo describía una clase de niños en la escuela de Nazaret. El rabino pregunta a los pequeños:

-A ver. ¿quién hizo el cielo y la tierra?

Y Jesús, que tenía unos seis o siete años, responde rápido y con toda naturalidad:

-¡Mi Padre!

 

La verdad es que este chiste no es tan chiste. Desde que se abrió al uso de razón, pero cada día con más claridad, Jesús se sintió verdadero hijo de Dios, hasta saber de cierto un día que era EL HIJO DE DIOS. Más que nadie, fue María quien iba percibiendo esta verdad, pues recordaba siempre la palabra del Ángel en la anunciación: “Será llamado Hijo del Altísimo”. No es extraño que por segunda vez repita el Evangelio en esta ocasión la confidencia que hizo la Virgen a los más íntimos después de Pentecostés: “Y María guardaba todas estas cosas en su corazón”, dándoles vueltas y más vueltas para desvelar el misterio.