119. La Ilustración (II)

119. La Ilustración (II)

Debemos conocer a los personajes más representativos de la Ilustración. Los presentamos ahora aunque no sea sino con simples noticias de los mismos, por más que sería muy interesante exponer con amplitud las ideas de cada uno.

 

Si con los filósofos ingleses, creadores del Iluminismo, omitimos los nombres, ahora con los franceses debemos hacer todo lo contrario. Debemos conocerlos, pues los leemos y los oímos continuamente. Aunque tengan mucha importancia, algunos suelen pasar desapercibidos para el gran público: como Bayle, el iniciador de la crítica despiadada contra todo lo sagrado, o Montesquieu su continuador. Pero Voltaire, Rousseau y Diderot tienen mucha importancia ante el mal que hicieron y con tan graves consecuencias.

 

Voltaire, antes que nadie. Hombre malo como éste, y que más mal haya hecho a la Iglesia, cuesta encontrarlo. Había nacido en el año 1694 y murió en 1778: ochenta y cuatro años ─fuera de los de la infancia y niñez─, pasados en la frialdad religiosa, en el deísmo y la incredulidad, en inmoralidad fina y elegante como empedernido soltero, en el lujo, la publicidad vana, la ostentación, y, por sistema, en una continua lucha literaria a la Iglesia, “La infame” a quien había que aplastar.

No hay que negar que tenía grandes cualidades: sin ser filósofo profundo, fue un gran difusor de las ideas reinantes, pues tenía buen talento e imaginación viva y despierta; era buen poeta y dramaturgo, comunicador social agradable; en fin, muchas y buenas dotes humanas empleadas todas para hacer el mal. Y eso que tuvo una buena formación estudiantil en el colegio de los jesuitas San Luis el Grande.

Su estadía en Inglaterra influyó en su pensamiento, que lo supo trasladar a Francia. Por dos veces estuvo preso en la Bastilla, y sus Cartas filosóficas causaron tal escándalo que hubo de huir de Francia, aunque al regresar ya tenía tal fama que fue admitido en la Academia Francesa y era recibido con honor en todos los círculos elegantes. Con su libro La Doncella echa a paladas la inmundicia sobre Juana de Arco. Difama igualmente a la monarquía francesa y a la religión. Publica su libro Mahomet o el fanatismo, y se lo dedica al papa Benedicto XIV, el cual ─¿por simple cortesía? ¿por delicadeza? ¿por echarle un lazo para atraerlo al buen camino?─ le contesta agradeciéndole su atención. Muchos católicos no perdonaron al gran Papa…

Voltaire, con toda su elegancia, inspira repugnancia, aunque fuera amigo personal de Federico II de Prusia, que lo tuvo tres años consigo en Postdam, igual que de la zarina rusa Catalina II que le invitó a San Petersburgo. Se estableció al fin en Suiza, y el castillo Ferney se convirtió en una mansión y propiedad con esplendidez regia, porque Voltaire supo hacerse grandemente rico. Durante sus veinte últimos años, allí continuaba escribiendo, colaboraba con la Enciclopedia, y seguía mandando en multitud de inteligencias aunque no fuera sino por las más de seis mil cartas que allí escribió.

En 1778, al regresar de su inmenso triunfo en París, se siente enfermo y pide los Sacramentos, asistido por el Padre Galtier, jesuita de la ya suprimida Compañía, y el Sacerdote le exige para la absolución una retractación pública, que el hipócrita redacta a su manera, porque quería un entierro digno según la Iglesia; y a Franklin, que le presenta su hijo, lo bendice en el nombre de Dios, de la Tolerancia y de la Libertad… No murió, pues el fin le llegó dos meses más tarde. El mismo Doctor calvinista, que le asistió, dice textualmente: “No lo recuerdo sin horror; la rabia se apoderó de su alma y murió con verdaderos furores”.

 

Rousseau es el segundo personaje más significativo. Externamente, por sus apariencias, la cara opuesta de Voltaire. Filósofo de talento más profundo, orador apasionado, idealista que sueña en una sociedad mejor, serio y misterioso, algo antisocial, sin educación esmerada, manifiesta abiertamente con impudor su vida desordenada, con varios hijos, pues dice él mismo que de una tuvo cinco, a los que metió en la inclusa de niños abandonados…

Rousseau, con su vida inmoral a la vista confesada por él mismo, manifiesta a la vez cierta grandeza que inspira simpatía y compasión. No tiene la doblez de Voltaire. Llegará un día a recomendar la lectura del Evangelio, admirado de Jesús, del que tiene un dicho precioso, tantas veces repetido: -¿Inventar un genio como Jesús? El inventor tendría que ser un genio mayor, y ese genio no ha existido. Esta afirmación tan certera no deja de ser un acto de fe que a lo mejor le valió algo ante Dios, igual que la otra: Si la vida y muerte de Sócrates son las de un hombre, la vida y la muerte de Jesús son las de un Dios.

Sin madre apenas nacido, su padre calvinista no puso esmero en la educación del hijo y lo único que le inculcó fue leer novelas. Recogido por un sacerdote católico y la señora Warens, fue educado y abrazó el catolicismo, pero su juventud la pasó entre gente libertina, aunque con la Warens pasó después años felices y se dedicó a múltiples lecturas.

Trasladado a París en 1744, conoce a los ilustrados más insignes, entre ellos a Voltaire ─aunque llegará día en que rompa con él─, pero sobre todo a Diderot, que le hace perder la fe. Es ahora cuando empieza a colaborar en la Enciclopedia y a desarrollar sus ideas filosóficas sobre la humanidad, la cual antes era pura, natural, sin malicia, y ha sido echada a perder por la civilización de la sociedad.

Los enciclopedistas atacan sin piedad a Rousseau, rompen con él, lo tratan de loco, pero Rousseau, con cierto complejo de inferioridad, y confinado voluntariamente en la soledad campestre, se da a discurrir y a madurar sus ideas. Si no es la fe y la convicción, le anima al menos un sentimentalismo religioso que le hace pensar en la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, en contra de lo que piensan todos los ilustrados que antes le rodeaban.

En 1762 escribe su gran libro “Emilio o la educación”, que le hará tan famoso aunque le causará verdadera persecución, tanto civil como eclesiástica, con la prohibición del Parlamento y del Arzobispado de París. Pero la gran influencia de Rousseau estuvo en su obra “El Contrato social”, donde expone la perfección original del hombre, la igualdad de todos los hombres, la soberanía del pueblo y el derecho a la rebeldía.

Estas son las ideas que se le metieron hondamente a la gente y que llevaron a la Revolución Francesa. Sin pretenderlo como los “ilustrados”, Rousseau, con su religión también natural y el Contrato social, hizo más mal que todos los otros juntos. Hizo discurrir al pueblo, el cual, al llegar la Revolución que se avecinaba, actuó con el salvajismo más feroz; mientras que los ilustrados, con Voltaire como el maestro indiscutible e inapelable, la tiñeron del ateísmo más descarado. Rousseau moría en Julio de 1778, parece que algo trastornado en sus facultades mentales.

 

Diderot (+1784), igual que su íntimo amigo y colaborador D’Alembert (+1783), están  íntimamente ligados a la Enciclopedia de la que ambos fueron los fundadores. Diderot, buen talento, elegante literato, imaginación desbordada, ateo y panteísta, ¿qué podrá ofrecer al gran público? Lo podemos pensar. Y D’Alembert, intelectual y estudioso de las ciencias naturales, pondrá su talento, junto con el amigo Diderot, para excogitar los medios más eficaces con que llevar a su fin el “¡Aplastar al infame!” ideado y propuesto por Voltaire. 

Así nació la Enciclopedia a mitades del siglo, obra fundamental de la Ilustración, prohibida en un principio, pero editada por fin el año 1766, en diecisiete volúmenes de texto y cinco de suplementos. El título era inocente: Enciclopedia o Diccionario de las ciencias, de las artes y de los oficios, para una sociedad de gente ilustrada. Inocente. Pero los 30.000 ejemplares, repartidos sabiamente en todas las bibliotecas y casas particulares que se preciaban de superiores, y traducidos a varios idiomas, contenían en todos sus artículos ─aprovechados siempre que ofrecían oportunidad─, la indiferencia religiosa, la negación de todo milagro, la demostración de las incongruencias de la fe, en fin, todo lo que podía ir contra la enseñanza revelada por Dios.

De este modo, sus muchos autores ─con Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau, e iluministas ingleses a la cabeza─, abonaron el terreno para que el Racionalismo arraigara fuerte en todos los estamentos de la sociedad. Desde la Enciclopedia, la negación de la fe, será el lujo que durante dos siglos exhibirán multitud de intelectualoides, tal como veremos al hablar del racionalismo.

 

Estos maestros del error no sólo atentaron contra la sociedad civil, que pronto iba a sufrir los horrores de la Revolución, sino que perjudicaron enormemente a la Iglesia, a la que dejaban en paz sin ruido de armas, pero difamada en todas partes y en todos los ambientes.

Se cuenta de Federico II de Prusia, gran gobernante por cierto, una anécdota hermosa y que cuadra muy bien con lo que estamos diciendo. Protestante y enciclopedista, nada le decía la Religión, pero la respetaba y nunca se le ocurrió reprimir con las armas a los católicos de su reino. No entraba en los planes de los ilustrados la guerra sangrienta. Bien, a través de la ventana de su palacio, vio cómo los católicos salían de la Misa dominical en la mañana fría de un invierno riguroso, y exclamó grave en un arranque de sinceridad y en medio del silencio de los suyos: ¡Éstos sí que son felices!…

Otros pensaban en felicidad muy distinta: en la que habían traído el Iluminismo, la Ilustración y la Enciclopedia. Porque sobre los restos de Voltaire se escribió con orgullo en Ferney, antes de que fueran trasladados al Panteón de París: Están aquí, pero su espíritu lo llena todo. Era una triste verdad. La Europa entera, igual que las clases más cultas de nuestra América, estaban imbuidas del nefasto volterianismo que tanto mal hizo a la fe cristiana.

Hay más. La Ilustración, con la masonería y todas las fuerzas de la impiedad, a lo largo del siglo XVIII, habían preparado contra la Iglesia un golpe diabólicamente magistral con la próxima supresión de la Compañía de Jesús. Lo veremos pronto.