Una lección ingrata, pero necesaria. Empezamos con ella por ser lo más llamativo con que se inicia la Edad Moderna. Se trata de los reyes europeos, de las naciones cristinas. ¡Lo primero es la nación! La Iglesia, muy en segundo lugar.
Francia comenzó su Galicanismo prácticamente con Felipe el Hermoso en 1303, pareció que desaparecía a principios del siglo XVI, pero era todo una ilusión. En el siglo XVII surge con verdadera pujanza. El Galicanismo no era ninguna herejía, sino una praxis: el Papa debía someterse a las libertades de que gozaba la Iglesia en Francia. El rey, con Luis XIV sobre todo, se consideraba como el obispo de Francia; el parlamento retenía a la Iglesia como una institución estatal, y, por lo mismo, ésta debía sujetarse a un gobierno superior; muchos obispos franceses no admitían la autoridad suprema del Papa, el cual era el primero entre iguales, y, por lo tanto, le debían honor, pero no obediencia. Todo se resumía en este error: el primado de Roma es una institución humana, y el Papa es inferior al Concilio Universal.
Fue muy grave la Asamblea convocada por el rey Luis XIV, de 34 obispos y 37 representantes del clero inferior, previamente seleccionados todos para que no se opusieran a los deseos del rey, y aceptaron las proposiciones de Bossuet, entre otras, éstas más graves: El Papa debe respetar las libertades de la Iglesia galicana, porque no son libertades sino derechos; el Concilio es superior al Papa; y las enseñanzas del Papa en materia de fe tienen gran autoridad, pero no son irreformables, pues debe darles su consentimiento la Iglesia universal. Eran los famosos y lamentables capítulos galicanos.
Esto era gravísimo. Y Luis XIV mandó registrar esta “declaración del clero galicano” como ley del reino. Luis XIV, siempre el mismo, el del infatuado “El Estado soy yo”.
Afortunadamente, la Sorbona no aceptó los artículos de la declaración, y en la misma Francia se alzaron protestas muy serias; en toda Europa fueron rechazados; el papa Beato Inocencio XI protestó con decisión enérgica, Alejandro VIII los condenó, Inocencio XIII obligó a retractarse a los obispos franceses, y Luis XIV consintió en la decisión papal, pero el galicanismo siguió latente hasta que en 1870 desapareció sin remedio cuando el Concilio Vaticano I definió como dogma de fe la Infalibilidad del Papa y su autoridad suprema.
El Febronianismo, así llamado por Febronio, pseudónimo del obispo Juan Nicolás Hontheim, que en 1763 publicó el libro “Sobre el estado de la Iglesia y sobre la legítima potestad del Romano Pontífice”, con el que volvía a las quejas de la nación alemana por los gravámenes de la Santa Sede a Alemania, ejercidos sobre todo por medio de la Nunciatura. No tuvo entre los católicos alemanes ni la importancia ni la duración ni las malas consecuencias del Galicanismo entre los franceses, pero sus enseñanzas venían a ser las mismas: el Papa es el primero en dignidad, pero el poder como tal reside en el Colegio episcopal; los príncipes deben corregir los abusos del primado del Papa ejercidos por los Nuncios; los obispos han de recobrar los derechos que les quitó el Papa, puesto que el Papa es el primero en honor, pero está sometido al Concilio Universal… Los obispos mantenían las ideas febronianas, aunque Hontheim se retractó a medias y el papa Clemente XIII puso su libro en el Índice de libros prohibidos. Al fin los obispos se sometieron al Papa, pues veían que caían bajo sus propios Metropolitanos, algo peor que seguir al Pontífice de Roma.
El Josefinismo del Imperio austriaco tuvo peores consecuencias y duró mucho más. Aunque nacido bajo María Teresa de Austria (+1780), profundamente católica, la cual se dejó influir por malos consejeros, el Josefinismo tomó el nombre del hijo de María Teresa, José II (1780-1790), también católico ferviente, pero desconocedor de la naturaleza de la Iglesia. Llevado por su consejero Kautnitz, emprendió unas reformas que conculcaban todos los derechos de la Iglesia. Por ejemplo, entre otras cosas: introdujo el placet regio para todas las disposiciones del Papa y de los mismos obispos austriacos; anuló algunos impedimentos matrimoniales e implantó otros nuevos suyos; a partir de 1782 la emprendió contra las Órdenes religiosas, con la supresión de más de 600 conventos en menos de diez años, y permitió solamente la de algunos dedicados a la enseñanza y al cuidado de los enfermos; las Órdenes contemplativas, todas suprimidas, desde luego; eliminó todas las cofradías y asociaciones, fundiéndolas en una sola, en la Cofradía de la Acción Caritativa; se suprimieron casi todos los seminarios para la formación de los sacerdotes, pues quedaron solamente algunos, independizados de la autoridad de los obispos… No se entiende cómo un rey católico pudo hacer semejante mal a la Iglesia, arrastrado por un mal consejero. El papa Pío VI fue personalmente a Viena en 1782 y protestó con valentía, mientras el pueblo de Viena, Munich, Augsburgo…, recibió al Papa con entusiasmo. Pero el canciller Kautnitz no admitió componendas; bastantes obispos se sometieron al rey, aunque algunos se le opusieron frontalmente, como el arzobispo de Viena y el primado de Hungría. José II asistió a la Misa el día de Pascua y comulgó de manos del Papa, que se la dio con verdaderos remordimientos de conciencia. Los obispos de Bélgica, entonces perteneciente al Imperio austriaco, se rebelaron frontalmente contra el emperador, y ahí empezó la revuelta valiente de los belgas, que no pararían hasta conseguir su independencia definitiva en 1830. No se entiende cómo un rey tan católico se ufanase de sus reformas religiosas y actuase de manera tan repulsiva con la Iglesia. Pero así fue. Las ideas josefinistas duraron tanto o más que las galicanas en el Imperio austro-húngaro.
En Italia por poco se mete el Josefinismo por culpa del hermano de José II, el archiduque Leopoldo II, que gobernando Florencia organizó el conocido Sínodo de Pistoya por su obispo Ricci, imbuido de ideas galicanas y jansenistas. El obispo hacía la guerra a las devociones más queridas: el Sagrado Corazón, el Vía crucis, la Virgen María… Pero el pueblo toscano se amotinó enfurecido, invadió el templo y prendió fuego al trono y al escudo del obispo. El Sínodo fracasó. De los 18 obispos asistentes, sólo tres aceptaron sus conclusiones, el papa Pío VI lo condenaba, y hasta Ricci, cinco años antes de morir, se retractó de sus disparates. Italia se veía libre del mal que aquejaba a las otras naciones católicas.
El Regalismo afectó seriamente a España y Portugal. Se le da este nombre de regalismo a la manía que tuvieron contra la Iglesia los reyes españoles desde la entrada de los Borbones en 1700 en España y de los portugueses desde su independencia. El absolutismo que Felipe V quiso plantar en España era igual que el de su abuelo Luis XVI en Francia. Los consejeros del rey no buscaban la unión pacífica con la Iglesia, sino que imbuidos de galicanismo sostenían al Estado como superior a la Iglesia. La cosa, de todos modos, venía de lejos, del rey Felipe IV, tan católico, que pudo quejarse del papa Urbano VIII, muy inclinado a Francia y poco adicto a España, cuyos derechos y privilegios se los mermaba la Nunciatura de Madrid. Esta antipatía de Felipe V y sus consejeros la fomentó incluso el obispo de Córdoba y virrey de Aragón, Francisco Solís, al sostener en 1709 los derechos del rey y apoyar los derechos que residen en los obispos. Las luchas sobre este asunto con la Santa Sede fueron largas y agudas. Hasta que el gran papa Benedicto XIV, con su generosidad característica, y manteniendo los muchos privilegios que tenían los reyes de España, acabó con la enojosa cuestión.
Pero el espíritu regalista siguió vivo en los gobiernos de España durante muchos años, y fue causa de tantos males como sufrió la Iglesia durante todo el siglo XVIII, por ejemplo, con la supresión de la Compañía de Jesús, y durante todo el siglo XIX, en particular con la matanza de los Frailes de Madrid y la desamortización de Mendizábal. En él radica ese espíritu anticlerical español que llegará a su colmo en la persecución religiosa de 1936.
Portugal, que obtuvo definitivamente su independencia en 1668, no fue de momento demasiado lejos en el regalismo, aunque llegó a su colmo con Pombal. El rey exigía al Papa los mismos derechos que el de España para el nombramiento de los obispos. Urbano VIII e Inocencio X no cedieron; el rey tampoco, y los obispos por él presentados no los admitió Roma. Ante tal situación, en todo Portugal llegó a haber un solo obispo, y en las colonias había 26 sedes vacantes. Aquello no podía seguir, pues Portugal era demasiado católico y al fin se firmaron las paces entre el Papa y el rey Pedro II, que se quedó con el derecho de presentación de los obispos. Pero ocurrió un caso muy grave. La reina María Francisca, duquesa de Saboya, se casó con el príncipe Alfonso VI por procurador, y al ser destronado por su hermano Pedro II se unieron éste y María Francisca. Podemos suponer el escándalo en todo Portugal. El Papa se puso firme, y al fin remedió la situación y declaró nulo el matrimonio de Alfonso y Francisca “por no haber sido consumado”, lo cual era cierto. En los asuntos políticos, Portugal seguía los pasos de los otros gobiernos: el Estado sobre la Iglesia. Llegó un momento en que por poco se produjo un cisma. Pero, otra vez el gran Benedicto XIV, pacificó todo y hasta dio al rey portugués el título de Rey Fidelísimo.
Polonia nos da la satisfacción de no verla metida en estas ideologías malsanas de las otras naciones europeas, a no ser que fuera en algún caso aislado. Pero se vio en otra situación muy grave: los turcos que habían dominado a Hungría y estaban sitiando a Viena, hubieran llevado la Media Luna también sobre Polonia. Era terrible el peligro para toda Europa. El papa Beato Inocencio XI apoyó al rey Sobieski, que, a pesar de la oposición de Luis XIV de Francia, siguió adelante con su plan, fue el héroe que liberó a Viena en 1683, reconquistó en 1686 a Budapest la capital de Hungría, y alejó definitivamente de Europa el poder turco. El Papa Inocencio, en memoria de estas Victorias, instituyó la fiesta del Nombre de María señalada en el calendario el 12 de Septiembre.