Un escritor descreído, no tan agudo como él mismo se pensaba, y bastante atrevido, preguntaba con desdén: “Di, Cristo, ¿Dónde está tu redención?”… Miraba al mundo y lo veía como un desierto sin plantas, campo estéril que no producía ningún fruto apetecible. Entonces, ¿Dónde estaba la obra de Cristo después de dos mil años?…
A este pobre poeta le podríamos haber respondido nosotros que se entretuviese en leer, durante un rato nada más, el encantador Evangelio de este Domingo.
Todo el pueblo esperaba el Reino de Dios que traería el Mesías. Ese Jesús de Nazaret, con los milagros que obraba, parecía que sí, que era el Cristo esperado. Pero el Reino soñado no se notaba por ninguna parte. Los odiados romanos continuaban en Israel con el peso de sus legiones, y el trono de David seguía vacío sin que nadie viniese a ocuparlo. ¿Dónde estaba entonces el Reino prometido?…
Jesús se da cuenta de la preocupación e incertidumbre del pueblo. Pero, ¿Cómo hacerles entender que el Reino que ellos esperaban no era político y que no tenía que venir con el ruido de tambores batientes ni el horror de las armas?…
Jesús recurre a las parábolas y les cuenta con sencillez campesina:
-¿Saben todos a qué se parece el reino de Dios? Es semejante a la semilla del trigo que un labrador echa en la tierra. Tanto da que el sembrador duerma o esté despierto; de noche y de día la simiente germina y se desarrolla. ¿Cómo lo hace? El labrador no lo sabe. Porque la tierra produce espontáneamente el tallo, después la espiga, y finalmente la cabeza llena de grano en la espiga. Cuando todo está maduro, se echa la mano a la hoz o a la guadaña, ¡y a segar!, porque la cosecha ha llegado…
No había nadie en el auditorio de Jesús que no hubiera contemplado muchas veces semejante proceder de los agricultores. La cosecha empezó con la siembra tan callada. Siguió el crecimiento, calladísimo también. Y vino el recoger la mies sin que aquella simiente primera hubiese metido ruido alguno.
Así es el Evangelio. Lo siembra Jesús. Sin prisas, deja que pasen siglos y milenios. Irá creciendo en la tierra sin que nadie se dé cuenta de sus avances. Al final de los tiempos, cuando se haya completado el número de los elegidos, volverá el Señor a recoger la enorme cosecha.
Con parábola semejante nos explica Jesús cómo el Reino esperado llega a su plenitud sin realizar obras espectaculares, y hasta contra todas las apariencias humanas.
Pero añade otra parábola no menos expresiva:
-¿Con qué podemos comparar el reino de Dios, o con qué parábola lo podremos expresar? El reino es como un granito de mostaza. Sembrado en tierra, es una semilla tan pequeña que casi no se ve. Pero, una vez sembrado, el granito germina, crece y se convierte en una planta grande, más grande que las hortalizas, hasta echar ramas tan extensas que vienen los pájaros del cielo a cobijarse bajo su sombra.
¡Este Jesús es poeta de verdad! Exquisito como nadie… ¡Y hay que ver cómo hace entender las cosas a la gente más sencilla.
Con la parábola del grano de mostaza nos explica Jesús la extensión que va a alcanzar el Reino de Dios, que llegará a todo el mundo.
Es muy pequeño en sus apariencias primeras. ¿Quién es Jesús, el portador del Reino? Un simple carpintero y campesino de Nazaret. Un predicador perseguido, incomprendido, y que parará en la cruz. Ciudadano de un despreciado rincón del Imperio Romano, ¿Quién puede hacer caso de Él?…
Sin embargo, el Evangelio sembrado por este Jesús irá creciendo y se extenderá por todo el Imperio. Tal como se vayan descubriendo otras naciones, el Evangelio llegará a todas ellas. Al final, no habrá pueblo que no haya escuchado el mensaje de la salvación, de modo que todos los hombres (como los pájaros felices de los aires en las ramas del árbol) habrán podido conocer la verdad y descansar en el Dios que los cobija.
¿Qué nos toca a nosotros pensar y hacer ante esta realidad del Reino que nos expresa Jesús?
Son dos los sentimientos que suscita en nosotros: confianza y paciencia. Confianza, porque, aunque no pensemos en el fruto de nuestros esfuerzos, el Reino avanza sin que nadie lo detenga. Y paciencia, porque Dios no tiene prisa. La cosecha no será sino al final…
El Reino avanza y se desarrolla, ante todo, en cada uno de nosotros. Porque, aunque no pensemos en ello, la obra de nuestra santificación (ya que el Reino lo llevamos dentro por la Gracia) se realiza día a día, y al llegar la muerte nos veremos con un caudal de méritos que ni sospechamos… “Su esfuerzo no es inútil en el Señor”, nos dice San Pablo.
Y avanza en los demás igual que en nosotros.
Todo lo que trabajamos por el Reino de Dios o por la Iglesia —que es la encargada de llevar adelante la edificación del Reino—, todo eso no se pierde.
Sin que nos demos cuenta, contribuimos fuertemente a la obra de Dios.
Todo lo que trabajamos en el apostolado es muy eficaz, aunque nosotros no veamos los resultados.
El apóstol San Pablo lo dijo muy enérgicamente a los de Corinto, hablando de su trabajo propio y el de sus colaboradores: “Yo planté, Apolo regó, pero el crecimiento lo dio el Señor”. No se pierde nada de lo que hacemos.
En medio del mal del mundo, y aunque algunos no la quieran ver, la acción de Dios, que nos pide y acepta nuestra colaboración en la formación del Reino, es imparable. ¿Queremos mayor premio que ser colaboradores de Dios?…
P. Pedro García, cmf.