Sería un fallo grande en si no dedicáramos unas notas, aunque breves, al progreso de la ciencia en este período que historiamos.
Sencillamente, pasma la altura a que llegaron las ciencias eclesiásticas en este siglo de mitades del XVI a las del XVII. Su desarrollo había comenzado antes por iniciativa de la misma Iglesia. Pero la revolución protestante, con sus ataques, obligó primero a defenderse y después, aunque inmediatamente, a tomar la delantera. En el siglo XIII, con Santo Tomás de Aquino a la cabeza, la ciencia cristiana subió a la cumbre de la Teología especulativa. Ahora va a alcanzar a todas ramas del saber en un plan mucho más positivo y con grandes maestros en todos los planos.
Pensemos también que la Iglesia había asimilado el Humanismo (lección 89) en un plan cristiano, y contó con humanistas célebres, como el holandés Erasmo de Rótterdam ─católico fiel aunque tuvo sus “peros” con el asunto Lutero─, y el español Luis Vives, plenamente fiel a la Iglesia, que vivió en los Países Bajos después de haber brillado sobremanera en las Universidades de Lovaina y Oxford.
Comenzamos con un hecho histórico que resulta aleccionador. Bajo la dirección de Flavio Ilírico, los protestantes publican en Basilea entre los años 1559 y 1574 una gran obra sobre el desarrollo de la Iglesia en los siglos anteriores, la llamada Centurias de Magdeburgo, de trece volúmenes. Con tendencia anticatólica y manifiestos errores, se desprestigia como historia, o al menos se infravalora grandemente. Viene entonces la réplica del discípulo mimado de San Felipe Neri, César Baronio, con los Anales en doce volúmenes, totalmente documentados y que no admitían réplica. Son fundamentales desde entonces para el estudio de la Historia de la Iglesia, la cual se inicia en este período. Igual valor hay que dar a Onofre Panvinio, llamado el Padre de toda la historia, por sus obras de la Crónica de la Iglesia y el Epítome de los Papas, aparte de haber iniciado la arqueología con el estudio de tanta importancia sobre las catacumbas romanas… Seguirán los Bolandistas, jesuitas belgas, que depurarán a base de documentos las vidas legendarias de los santos, liberándolas de tantos cuentos inventados en la Edad Media… Y se iniciarán los estudios de los Benedictinos de San Mauro, tan meritísimos en los siglos venideros… Se irán editando los escritos de los Santos Padres, hasta que llegará el día en que se tendrá la imponente colección completa de los 378 volúmenes (lección 20). En la búsqueda y edición de estos escritos de los Santos Padres y escritores de la antigüedad cristiana están las fuentes, junto con los textos de la Biblia, de la Teología positiva que enriquece tanto a la Teología especulativa de la Edad Media.
La Teología de que hablamos tiene unos exponentes extraordinarios en este siglo. Nada digamos de los Dominicos, que no dejarán nunca de contar con figuras de primer orden. Acabaron por dejar de comentar el célebre Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, texto obligado antes por varios siglos, para pasarse a la Suma de Santo Tomás, comentada de manera magistral por el cardenal Tomás de Vio, o Cayetano, y seguida por una lista interminable de teólogos eminentes, sobre todo por los de Salamanca en su conocido Colegio de San Esteban, con su primera figura Francisco de Vitoria, el fundador del Derecho internacional, Melchor Cano, Domingo Soto, Domingo Báñez, Pedro Soto, Bartolomé de Medina y tantos más… Los Franciscanos no perdieron tampoco su tradición teológica, la de San Buenaventura y el Beato Duns Escoto, hasta haberse dicho exageradamente que “la escuela de Escoto es más numerosa que todas las otras juntas”. Exageración, pero que indica su gran influencia en la teología de estos años… Y viene la de la naciente Compañía de Jesús. Los confundadores de los Jesuitas y teólogos de Trento, Laínez y Salmerón, empiezan una lista larga, sobre todo por los que lucieron en el Colegio Romano: San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino, los Padres Toledo, Valencia, Gabriel Vázquez, Ripalda, Lugo, Molina, y entre todos Suárez, el “Doctor Eximio”.
Junto con los teólogos hay que señalar a los Escrituristas, ya que la Sagrada Biblia ocupó el primer lugar en los estudios. Conocidos mucho mejor por el Humanismo el latín y el griego, además del estudio del hebreo, se dieron a la purificación del texto sagrado de la Vulgata y empezaron a aparecer las Biblias más insignes. Ante todo, la Políglota de Alcalá, patrocinada y llevada a cabo por el cardenal Cisneros poco antes de la revolución de Lutero; igualmente, la posterior Biblia Políglota de Amberes, en 1598, de Benito Arias Montano. Hubo exegetas muy meritorios, entre los que destaca quizá como ninguno el jesuita Padre Maldonado, cuyo Comentarios a los Evangelios sigue plenamente válido en nuestros días. No hace falta que señalemos nombres y nombres de los escrituristas que comentaron sabiamente la Biblia.
La espiritualidad cristiana alcanza en esta época un esplendor jamás antes visto. Es natural, desde el momento que había en la Iglesia una abundancia grande de Santos y Santas tan esclarecidos como los que hemos visto en las lecciones 104 y 105. Reformados los Papas, obispos, sacerdotes y Órdenes antiguas; con las nuevas Órdenes y Congregaciones que aparecieron en la Iglesia llenas de espíritu; y, además, elevado el nivel cultural con el Humanismo aceptado con espíritu cristiano, las letras alcanzaron un nivel altísimo. Y esos Santos y Santas nos dejaron unos libros que son inmortales.
Si es abundante la lista que hemos de citar, empezamos por el fin: con un San Francisco de Sales, que ha tenido una influencia grande en la espiritualidad moderna sobre todo con sus preciosos libros Introducción a la vida devota y Tratado del amor divino. Junto con él, hay que traer al cardenal Pedro de Berulle, a J. Olier y a Carlos de Condren que brillaron tanto en la Francia que se abría seriamente a la piedad después de las luchas contra la herejía de los hugonotes calvinistas.
Digamos también: ninguna nación católica gana ni de muy lejos en esta época a nuestra lengua española. Nuestra riqueza ascética y mística no tiene igual. Todas las Órdenes religiosas cuentan con maestros de suma categoría. A los Carmelitas, con presentar a Santa Teresa y San Juan de la Cruz, no les quita nadie la primacía… Los Dominicos, con sólo el Padre Granada y Tomás de Valgornera, ya tienen para estar orgullosos… Los Franciscanos los tienen en gran abundancia: Francisco de Osuna, Diego de Estella, Fray Juan de los Ángeles, San Pedro de Alcántara… Los Agustinos cuentan con Santo Tomás de Villanueva, San Alfonso de Orozco, Malón de Chaide y el gran Fray Luis de León… Los Jesuitas, empezando por San Ignacio con los Ejercicios Espirituales, forman lista larga: Padre Ribadeneira, Eusebio de Nieremberg, Luis de la Puente, Luis de la Palma, y, especialmente, el Padre Alonso Rodríguez con su incomparable Tratado de perfección y virtudes cristianas… A todos ellos, religiosos, añadimos el sacerdote secular, Doctor de la Iglesia, San Juan de Ávila; todas las alabanzas que le tributemos, son pocas. Estos escritores, además, son de lo más clásico de nuestra literatura, de modo que al aprender la espiritualidad de la Iglesia nos empapamos de lo mejor de nuestra lengua.
Galileo. Al hablar de la ciencia de la Iglesia en este siglo nos encontramos con el caso tan singular y discutido de Galileo, que viene a resultar una gloria grande y a la vez un problema demasiado serio. Una gloria, porque se trata de un católico profundamente convencido de su fe y fiel a la Iglesia hasta el heroísmo. Y un problema, porque puso en apuros a teólogos, a autoridades religiosas y hasta al mismo Papa. Nosotros sabemos contar todo con objetividad, mientras que los enemigos de la Iglesia lo aprovechan para atacarla y hasta para probar un fallo grave contra la fe. ¿Qué es lo que ocurrió?
Galileo Galilei, de Florencia, aceptó la hipótesis de Copérnico y aseguró que sí, que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol: el Sol era el fijo y la que daba vueltas era la Tierra. La cosmología de Tolomeo y la Biblia caían por tierra. Y vino lo inesperado. Teólogos que se alzaron contra Galileo ─matemático, astrónomo y literato─, defendido honestamente por el astrónomo protestante Kepler y por los profesores jesuitas del Colegio Romano, incluido San Roberto Belarmino. El revuelo crecía más y más: -De la Tierra dice la Biblia que Dios la asentó firme sobre sus cimientos (Sal 103,5) y del Sol que cada día va de un extremo al otro extremo del cielo (Sal 18,7), y que Josué paró el Sol en su carrera (Jos 10,12-13). Hasta que en Marzo de 1516 la Congregación del Índice prohibía las obras que defendían semejante teoría. Galileo obedeció, se regresó de Roma a Florencia y calló durante siete años. Expuso de nuevo su doctrina, convencido y con humildad: “Aunque sea verdad que el movimiento es de la Tierra y la inmovilidad del Sol, ningún detrimento se causa a la Sagrada Escritura, la cual dice lo que aparece a la visión popular”. Condenado por el Santo Oficio por hereje, se le confinó a prisión, que el papa Urbano VIII le concedió fuera en la casa del Embajador de Toscana en el Pincio; se le permitió establecerse después en Siena donde le acogió con amistad el arzobispo Ascanio Piccolomini, y allí murió en 1642. Es leyenda que él dijera al aceptar la sentencia del Santo Oficio: “Y sin embargo se mueve”… Se equivocaron los teólogos, el tribunal y el mismo Papa, el cual, sin embargo, no se metió a enseñar y, menos, a definir nada.
La lección sirvió ─lo decimos como una observación interesante y formativa─, pues cuando tres siglos después le pidieron al genial Papa Pío XI que se declarara contra la teoría de la evolución de Darwin, respondió: -Esperen, no nos metamos en un nuevo caso Galileo… ¿Quién hace hoy caso de los seis días de la creación en la Biblia? La Biblia no enseña ni matemáticas ni física ni astronomía. Con lenguaje de los hombres nos transmite el mensaje de Dios. Galileo se mantuvo en su convicción humana y científica sin fallar para nada en su fe católica y en su obediencia a la Iglesia. Esta es su gloria mayor.