MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 577
Atentado Holguín
Sucedió el 1 de febrero de 1856, al atardecer. Claret salía de predicar en una iglesia de Holguín (Cuba), cuando un sicario le hirió gravemente con una navaja barbera. El arzobispo misionero experimentó dentro de sí el gozo que expresan esas palabras de su Autobiografía. Fue la sensación de quien se siente –en medio del dolor y las persecuciones– confirmado en la misión que desempeña. El sello de la sangre derramada en ese atentado le asemejaba a Cristo, su Señor. Años más tarde expresaría esa misma convicción ante los padres conciliares del Vaticano I en Roma. Estaba ya cercano a su muerte, después de una vida entregada por completo al servicio del Evangelio. Sólo le faltaba la corona del martirio, y la anhelaba.
Hay héroes y mártires que derraman la sangre por una causa justa y grande. La patria y las iglesias conocen a estos gigantes a los que se les levantan monumentos o se los coloca en los altares. El libro del Apocalipsis enaltece a aquellos miembros de la iglesia, enamorados de su fe y seguidores entusiastas de su Señor, que tuvieron que sufrir el martirio, y de ellos pregona con orgullo: “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap 12,11)
Pero dar la vida no es solamente derramar la sangre. Es entregar cada momento, es cuidar los pequeños detalles, es amar cada pequeño esfuerzo que hacemos por la felicidad de los demás. No hay tantos monumentos o altares dedicados a quien cuida enfermos, atiende su casa, trabaja por su familia, hace patria cumpliendo sus deberes, fortalece a su iglesia siendo sencillamente transparente y leal.
Es una verdadera lástima que esto no siempre sea conocido, porque queda oculto mucho testimonio digno de ser admirado y capaz de estimular; su visibilidad a la sociedad y a la Iglesia sería capaz de iluminar a muchos en su sendero de la práctica del bien y en su ilusión por mejorar nuestro mundo.