MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta al V. P. Jaime Clotet, 1º julio de 1861, en EC II, p. 321
Vivimos en una época frenética. Nos cuesta pararnos, ya sea por el cúmulo de trabajo, ya por malos hábitos adquiridos; el activismo, la ansiedad, los nerviosos… nos devoran. Cuando en teoría tendríamos tiempo para detenernos, reflexionar, orar… quizá somos incapaces de ello. La verdad es que, dadas las condiciones de la vida moderna, perdemos mucho tiempo en desplazamientos de un lugar a otro, sobre todo en las grandes ciudades. Pero, a veces, más que tiempo material, nos falta es tiempo sicológico; pensemos en el que empleamos en ver televisión, navegar por internet, hablar por el móvil sin motivo, etc. Quizá nos falta organización, método… ganas de dar lo mejor de nosotros mismos, viviendo intensamente cada momento de nuestra vida.
Claret, trabajador infatigable por temperamento, enamorado de Cristo y totalmente entregado a la misión evangelizadora, vivió un acertado equilibrio entre un ritmo de trabajo asombroso y una amplia entrega a la oración diaria que le daba sentido. Cuando aceptó el cargo de confesor real, puso la condición -entre otras- de que no se le haría perder tiempo, sino que, confesada la Reina e impartida la catequesis a la Infanta, el resto del día quedaría “para su sagrado ministerio”. Se le concedió; pero la permanencia en Madrid le dejaba la impresión de estar preso “en una jaula”. Por eso los grandes viajes veraniegos de los Reyes le resultaban un gran alivio; en ellos daba rienda suelta a sus ansias de evangelizar. En el viaje hacia Santander, de que habla en esta carta, hizo una homilía durante la larga espera del tren en una de las estaciones: viendo que había bastante gente en el andén, ¡¡¡les predicó desde la ventanilla!!!
Será útil, o más bien necesario, examinarnos frecuentemente y con sinceridad sobre lo que hacemos o no hacemos con nuestro tiempo, cuánto aprovechamos y cuánto perdemos, cuánto damos a la oración, el apostolado, el servicio de caridad.
Un día se topó el P. Claret con los escritos de san Pablo y llenaron un vacío de su alma. Desde entonces Pablo fue maestro y amigo de Claret. No era un personaje de ficción. Pudo oírle con el oído del corazón. Y, como Pablo, frecuentó la amistad con Cristo en su casa que es la Iglesia.
¿Por qué no proponer al lector de estas líneas que se tome la molestia de leer una de las cartas de san Pablo? ¿Y por qué no invitarle a que, al hacerlo, recoja alguna de las frases que más le “toquen”? No se arrepentirá.