100. El Concilio de Trento

100. El Concilio de Trento

Cuando murió Ignacio estaba en plena actividad el tan suspirado Concilio que se celebraba en Trento. Cronológicamente, el nacimiento de la Compañía de Jesús se puso en el momento preciso. Ahora vamos al acontecimiento más trascendental celebrado en la Iglesia durante muchos siglos.

 

No hemos exagerado nada al emplear las expresiones “trascendental” y “muchos siglos” aplicadas a Trento. De él arranca una Iglesia reformada, joven, llena de ideal y de grandes obras, no interrumpidas hasta nuestros días. Para su celebración se escogió ─por el Papa Paulo III y por el emperador Carlos V─, la ciudad de Trento, fronteriza con la Alemania bastión de los luteranos, y hoy en lo más alto de Italia, al sur del Tirol.

Para situarnos bien desde el principio, señalemos sus fechas y períodos. Se inició en Diciembre de 1545 y se concluyó dieciocho años más tarde, en Diciembre de 1563. Tuvo tres períodos: el primero, de 1545 a 1548, aunque en 1547, debido a la peste que se echó sobre Trento, el Concilio se trasladaba a Bolonia, donde se suspendió el Concilio en Noviembre de 1549. Reanudado ya en Trento, el segundo período fue de 1551 a 1552; y el  período tercero se tuvo de Enero de 1562 al 4 de Diciembre de1563 cuando se clausuraba con la firma de los 252 Padres conciliares, todos menos uno; el papa Pío IV lo ratificaba verbalmente el 30 de Diciembre y con la bula Benedictus Deus el 26 de Enero de 1564.

Los Papas y los Padres conciliares recordaban bien los Concilios de Constanza, Basilea y Florencia hacía más de un siglo, y no estaban dispuestos a que se repitieran sus errores.

Por eso, bien pensadas y discutidas las cosas, las dos principales modificaciones fueron: primera, que los votos serían individuales, y no por naciones o grupos particulares; y segunda ─que resultó magnífica─, que las cuestiones doctrinal y disciplinar serían tratadas a la vez: conocida, votada y aprobada la doctrina, seguirían los decretos de reforma de las costumbres, aplicables en la Iglesia una vez aprobadas por el Papa, cabeza del Concilio.

 

Hecha esta introducción tan sumaria, podemos ya exponer algo ─no mucho, porque sería larguísimo─ del desarrollo del Concilio, aunque sea a base de notas sueltas. Y digamos que las dificultades fueron enormes desde el principio, aunque Dios sacó libre de todas ellas a su Iglesia. Y la primera: la actitud de los protestantes. Debían ser invitados: ¡Vengan al Concilio!… La cosa más inútil, porque tenían en la cabeza las palabras de Lutero: “Nosotros estamos seguros de nuestras cosas por el Espíritu Santo, y no necesitamos de ningún concilio”; y además, manejaban el calamitoso escrito luterano de Febrero de 1545, diez meses antes de empezar el Concilio, Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, donde ya en la portada representa al Papa con orejas de burro, habla de la “infernalidad del papa”, del “asno papal”, “pillo desesperado”, “habitación corporal de Satanás”, “hermafrodita y papa de homosexuales”. Por eso, el concilio no sirve para nada. Por lo mismo, lo mejor que pueden hacer los príncipes es quitar al Papa todos sus dominios, y luego “tomarlo a él mismo, a los cardenales y a toda la tropa de su idolatría y santidad papal, y, como blasfemos, arrancarles la lengua por el pescuezo y clavarlos en sendas horcas”. Hubo momento en que parecía iban los protestantes a aceptar la invitación, pero pusieron condiciones inaceptables: querían un concilio “libre”, independiente del Papa. Seguían la idea y las órdenes de Lutero, que moría dos meses después de inaugurado el Concilio. ¿Y Calvino? Odiaba al Papa lo mismo que Lutero, y escribió también sus Escolios, de los que dice un acatólico que “en muchos lugares no sólo son acres y mordaces, sino también groseros y asquerosos”. Ya no se pensó más en invitar a protestantes de cualquier confesión. No hacía falta, pues sus doctrinas eran bien conocidas y no habían de exponerlas, defenderlas y tratarlas para llegar a la misma fe de la Iglesia revelada por Dios.

 

De todo lo que se trató en el Concilio nos vamos a fijar sólo en cuatro puntos principales: doctrinalmente, sobre lo más delicado y enseñado y difundido por los protestantes, y disciplinarmente lo que se había de reformar en la Iglesia.

  1. Ante todo, se empezó por la Sagrada Escritura. Como los protestantes utilizaban la Biblia para todo, se hicieron con ella como una propiedad exclusiva: la traducían libremente, suprimían los libros que no les interesaba, cambiaban el sentido de los textos… El Concilio fue clarísimo: La Biblia, íntegra, consta de TODOS los libros y partes que contiene la Antigua Vulgata latina; no es interpretada por el libre albedrío de cada uno, y en cualquier caso dudoso se hace según el sentido que le ha dado siempre la Iglesia Católica… Con ello, venía a decir que además de la Biblia había que contar con la Tradición de la Iglesia como fuente de la Revelación.
  2. Otro punto fue el del pecado original: Cómo se transmite, lo herida que dejó a la naturaleza humana, cómo se perdona, cómo quedamos aún después del bautismo: heridos y debilitados, sí; pero pecadores obligados, no. Ya nadie podría decir lo de Lutero: “peca fuertemente” porque el pecado es inevitable. Ese pecado original es de todos, pero el Concilio, sin definirlo, se cuidó muy bien de decir que no era intención suya el incluir a la Virgen en ese “todos”, con lo cual insinuaba claramente la Inmaculada Concepción de María.
  3. De ahí se pasó con toda naturalidad al punto clave del Concilio: la justificación. Sabemos bien lo de los protestantes a partir de Lutero: el hombre se justifica sólo por la FE sin las OBRAS buenas, que no sirven para nada. Además, la Gracia no se adhiere al hombre transformando todo su ser, sino que sólo se le imputa, es decir, Dios no cambia al pecador, sino que, permaneciendo pecador el hombre, Dios no mira sino los méritos de Jesucristo, que Dios le echa encima como un vestido. Esto era el error fundamental de Lutero. Y el Concilio, después de amplios estudios y de muchas discusiones, que duraron meses, fue clarísimo: a) la gracia primera viene de Dios sin merecerla el hombre de ninguna manera; es gratuita del todo; aunque el hombre puede rechazarla, porque es libre. b) Pero el hombre, debe colaborar con esa gracia gratuita de Dios; si lo hace, queda justificado o santificado. c) La Gracia que entonces Dios le da, por los méritos de Jesucristo y por obra del Espíritu Santo, se le infunde y lo invade del todo, interna y externamente, además de que le mete también las tres virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. El pecador se ha convertido en justo, en santo. d) Si peca después, pierde toda esa Gracia, pero le permanece la fe en raíz, y, si colabora a la acción de Dios que le ofrece el perdón, recobra de nuevo esa Gracia santificante, sobre todo ─dirá más adelante el Concilio─ con el sacramento del perdón que Dios dejó a su Iglesia.

Claros estos principios, somos santos no porque Dios es santo, sino porque el Dios santo nos hace santos a nosotros. Este decreto dogmático sobre la justificación, punto culminante del Concilio, fue promulgado el 13 de Enero de 1547. Una doctrina de tanta trascendencia, que el más famoso teólogo e historiador protestante y racionalista moderno, Harnack, ha podido afirmar honestamente: “Se puede dudar si la reforma protestante se hubiera podido desarrollar si este decreto hubiese sido promulgado en el anterior Concilio de Letrán”. Efectivamente, Lutero no hubiese tenido dónde agarrarse sobre la teoría de la justificación, raíz y base de todos sus errores.

  1. De todo lo tratado sobre los Sacramentos, digamos sólo acerca de la Eucaristía que el Concilio acabó para siempre cuando determinó lo de la transubstanciación, con la famosa definición dogmática: Si alguno dijere que Jesucristo no está verdadera, real y substancialmente en el Santísimo Sacramento con su Cuerpo y Sangre, junto con el alma y divinidad, como la Iglesia lo expresa apropiadamente con la palabra transubstanciación, sea anatema, excomulgado, maldito…

 

Debido a la brevedad, sólo hemos podido traer estos cuatro puntos fundamentales de la parte doctrinal del Concilio, aunque fueron muchos más. A partir de entonces, la Iglesia, ante cualquier error, se remite de la manera más segura a Trento, fundamentado en todo sobre la Biblia y la Tradición, por más que fuera de la Iglesia Católica se multipliquen los errores al tomar la Biblia e interpretarla cada uno según su propio parecer.

Y hemos de ser también muy breves en lo referente a la reforma de las costumbres, porque los decretos del Concilio fueron inexorables. Esta vez se tomaba en serio la reforma de la cabeza y de los miembros. La Curia papal fue la primera en ser examinada y avisada. Los obispos hubieron de aceptar la obligada residencia en sus diócesis, al quedar del todo prohibido poseer más de un obispado. Los mismos cardenales se vieron sujetos a normas que antes no aceptaban por nada. De la misma manera y proporcionalmente, todos los demás eclesiásticos en sus cargos y deberes. Se instituyeron los Seminarios para la formación de los futuros sacerdotes, llamados por eso después Seminarios conciliares. Muy en particular se tuvo la reforma de la predicación al pueblo, tan malparada anteriormente. Y porque no hubo más tiempo, se dejó al cuidado de los Papas que siguieran la impresión actualizada de la Biblia, del Misal, del Breviario o manual del rezo de los sacerdotes, y del Catecismo Romano. Todo se cumplió después fidelísimamente.

 

¿Queremos saber lo que fue en definitiva el Concilio de Trento? Se lo preguntamos a autores no católicos, pero autorizadísimos historiadores protestantes alemanes.

Ranke: “Con fuerzas rejuvenecidas y aunadas, el catolicismo se enfrentó con el mundo protestante”. Y Henne am Rhyn, dice lealmente: “La Iglesia del Papa quedó fortalecida y purificada; se convirtió en lo que sigue siendo hoy todavía: un edificio sólido, imponente, intangible, inmutable”. Y los dos escribían en el siglo XIX, cuando a la Iglesia Católica se le denigraba por todos y sin piedad.

Nosotros, con serenidad y mirando al Cielo, reconocemos que Trento ha sido una de las mayores gracias que Dios ha concedido a su Iglesia en muchos siglos. Ha partir de él, la tan traída y llevada reforma durante años y años se convirtió en una espléndida realidad, que ya no ha tenido que ser repetida, como lo veremos en todas las lecciones siguientes.