98. Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

98. Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

Benito (lección 24), Domingo y Francisco de Asís (lección 60), nos merecieron atención especial, porque fueron los grandes enviados por Dios en sus tiempos. Por la misma razón, ahora nos toca dedicar esta página a San Ignacio de Loyola.

 

Es un placer y un deber presentar a Ignacio de Loyola y su obra, una de las providencias más grandes de Dios con su Iglesia para los tiempos modernos. No hay historiador que no reconozca este juego de Dios contra Lutero. El mismo año en que al rebelde alemán le caía la excomunión de la Iglesia por obstinado e impenitente, en ese mismo 1521 le regalaba el Señor a su Pueblo la conversión de un soldado español que iba a ser un santo de primera magnitud y, con su obra de la Compañía, un opositor formidable del heresiarca. Al pensar en Lutero, se piensa sin más en Ignacio de Loyola; y, al revés, al pensar en Ignacio surge Lutero como sombra negra detrás para realzar más la figura del Capitán de Loyola.

No es difícil seguir la trayectoria de Iñigo ─nombre que él se cambiará después por Ignacio, tal vez por devoción a San Ignacio de Antioquía─, nacido el año 1491, último de once hermanos, en la casa solariega de Loyola en Azpeitia, Guipúzcoa, España. Desde joven al servicio real, dirá de sí mismo: “Hasta los 26 años fui un hombre del mundo, dado a las vanidades. Amaba sobre todo ejercitarme en el uso de las armas atraído por un inmenso deseo de conquistar honor”. Paje al servicio real en sus años mozos, durante el sitio de Pamplona cae herido por una bala de cañón que le destroza la pierna. Era el lunes de Pentecostés, 20 de Mayo de 1521. Convaleciente en su casa de Loyola, se aburre y pide libros para leer. No hay otros que la Vida de Cristo del Cartujano y uno con las Vidas de Santos. Las lee, y va sintiendo: “Lo que hicieron Domingo y Francisco, lo haré yo”. El caso es que se  convirtió, y repuesto de la pierna, aunque cojeando ya para siempre, montado en su mula y espada al cinto, emprende el camino para Barcelona, de donde piensa salir hacia Tierra Santa. Se detiene en el monasterio de Montserrat, vela como caballero las armas ante la Virgen, baja a Manresa donde se mete en una cueva para orar y hacer penitencia, y allí escribe ese librito de los Ejercicios Espirituales con el que se va a hacer inmortal al conseguir con él crear una legión de santos. Viaja a Jerusalén, regresa a España, se dirige a las ciudades universitarias de Alcalá y Salamanca, donde se le juzga como sospechoso de herejía por sus Ejercicios, se le mete en la cárcel, pero él exclama: “No hay tantos cepos y cadenas en Salamanca cuantos yo quisiera llevar por Jesucristo”. Marcha a París, y en el Colegio de Santa Bárbara le caen como compañeros de cuarto Pierre Favre y Francisco Javier, jóvenes de 23 años, contra los 37 de Ignacio. Empieza entre muchachitos del colegio Montaigu las Humanidades (gramática y latín), después Artes (Filosofía), y alcanza en 1534 su único título universitario: “Maestro en Artes”. Será el “Maestro Ignacio”.

Gran conocedor de los hombres, empieza sin prisas a escoger un grupito, les hace practicar los Ejercicios Espirituales, y los siete ─cinco españoles, un portugués y un saboyano─ emiten voto de castidad y pobreza el 15 de Agosto de 1534 en Montmartre durante una Misa en la que comulgan todos, celebrada por Favre, el único sacerdote del grupo. Ignacio tiene 43 años, mientras que Laínez y Salmerón están en los 20 apenas.

 

A partir de este momento, la vida de Ignacio se endereza hacia una meta segura. Sin pensarlo y sin pretender ser el “Reformador” de la Iglesia, con su vida pobre, penitente, apostólica, de obediencia incondicional a la “Iglesia hierárquica” y con obediencia absoluta al Papa, Vicario de Jesucristo, él y los suyos van a ser una fuerza imponente para ir cambiando a la Iglesia por dentro. De París marchan a Roma, derrochando caridad con el servicio a los más pobres en los hospitales de Venecia y sus alrededores durante los dos años largos que esperan allí para ir a Jerusalén. Fallado el viaje, el 24 de Junio reciben todos la ordenación sacerdotal, y en Octubre de ese mismo año aceptan para el grupo el nombre de “Societas Iesu”: la Compañía de Jesús. “Compañía” ─contra lo que se ha dicho muchas veces─ no en el sentido militar, sino de “compañerismo”, “amistad”, “grupo amigo”, como los Doce con Jesús. Aunque, de hecho, esa Compañía va a ser como un ejército muy eficiente de marcha ligera en manos de la Iglesia. Fracasado el viaje a Jerusalén, deciden marchar a Roma. Al acercarse ya a la Ciudad, entra Ignacio en la capillita “La Storta”,  pide a la Virgen “la gracia de ser recibido por su Hijo y Señor bajo su bandera”, y tiene Ignacio una audición clara del Señor: “Yo en Roma os seré favorable”, mientras se le aparece Jesús cargado con la cruz. Todo un símbolo: triunfos de la gracia a montón, pero con la persecución siempre encima. Esta será la vida de la Compañía.

 

Ya en Roma todos en la Pascua de 1538, en Noviembre se presentan al papa Paulo III, para que ─según el voto de Montmartre, al que añaden un cuarto muy especial: el de obediencia al Papa─, envíe a cada uno al puesto que sea. Dos años en Roma, emiten sobre los votos de castidad y pobreza, que ya profesaban, el de obediencia al Prepósito General que eligieran. Fue Ignacio, naturalmente. La aprobación del Papa, que los quería de verdad, fue todo un drama. Las calumnias y la persecución al grupo fueron tremendas por las novedades que introducían en la vida religiosa, tan diferentes de las que regían en las Órdenes más clásicas. Pero al fin el Papa aprobó la Compañía el 27 de Septiembre de 1540.

 

A partir de este momento, la Compañía se desenvuelve de manera sorprendente. De ella se dirá que nunca fue niña, porque ya nació grande. Ignacio al morir en 1556 la dejará con más de mil miembros, y cincuenta años después, a principios del siglo XVII, llegarán pronto a los 13.000, esparcidos por todas las partes del mundo conocido, esclarecidos en todas las formas de apostolado, desde las más brillantes en las Universidades hasta las más humildes en Misiones lejanas.

Ignacio permanece en Roma desde donde la gobierna de manera sabia y eficiente. Escribe continuamente cartas y más cartas a los superiores ─ellos se llaman “prepósitos”─, y está al tanto de todo porque los súbditos le guardan una fidelidad admirable. Ignacio es, ciertamente, un organizador y gobernante excepcional, elegido por Dios para unos tiempos también excepcionales de la Iglesia. Lutero le arrebataba al Papa toda su Iglesia “reformada”, e Ignacio ponía al Papa en el centro de todo, con la consigna célebre del “sentir con la Iglesia”, en sus Ejercicios Espirituales. Roma, desde ahora, va a ser otra para toda la Iglesia Católica en los siglos por venir.

 

La Compañía se distinguirá en todos los ministerios apostólicos. Ha empezado por darse a los más pobres, en Venecia y en Roma. Los hospitales y la catequesis a los pobres han sido los más favorecidos por los primeros jesuitas, empezando por San Ignacio que en Roma se desenvuelve en un barrio del mercado, y en su iglesia predica siempre a los pobres, aunque sus miras son muy amplias para toda la Compañía.

Desde el principio, los miembros de la Compañía fueron muy humanistas, y estuvieron a la altura de aquellos tempos, pero, aunque tan distinguidos en las letras clásicas, no se les apegó nada del paganismo que caracterizó al Humanismo (lección 89). No se relajaron como los humanistas, y, sin embargo, se caracterizaron desde el principio por una benignidad que era muy necesaria en la moral enseñada y practicada por la Iglesia de entonces.

Destacaron también muy alto en las ciencias eclesiásticas. Junto a las mayores lumbreras del Concilio de Trento, como Cano y Francisco de Vitoria de Salamanca, brillaron a gran altura Laínez y Salmerón, a los que Ignacio les recomendó para el Concilio: -No olviden el visitar a los enfermos y a los pobres, y en las disputas muéstrense modestos y humildes y no manifiesten su ciencia con presunción… 

Los jesuitas fundaron por toda Europa muchos Colegios que formaron legiones de niños y de jóvenes. En cuanto a las Misiones, Ignacio mandó a Francisco Javier al Oriente, y con gran acierto también lanzó al Brasil a José Anchieta, joven estudiante de grandes esperanzas y después gran apóstol.

Con golpe genial, Ignacio inicia el “Colegio Romano”, que muy pronto quedará pequeño, se trasladará a lugar cercano, para convertirse en la que será Universidad Gregoriana. Por el Colegio Romano han desfilado grandes Santos de la Compañía, muchos profesores insignes, alumnos incontables y muy distinguidos de todas las partes del mundo.

Y con otro golpe también genial, en 1552 inicia Ignacio el “Colegio Germánico”, para formar en él a alumnos escogidos venidos de las partes protestantes de Alemania y volverlos a su patria bien formados bajo las miras del Papa. Ese Colegio, convertido en 1579 en el “Colegio Germánico-Húngaro”, será célebre hasta nuestros días.

La Compañía, desde un principio, contó con muchos Santos, y ésta es su gloria mayor. De los siete fundadores, tres están en los altares: Ignacio, Javier y Favre, a los que han seguido muchos otros, de ellos gran número de mártires. Con humildad grande, Ignacio llamaba a su obra “nuestra mínima Compañía”. Eso de “mínima”, que lo juzgue la Historia…

 

Ignacio de Loyola acabó sus días en un ambiente de santidad edificante. Aunque sea uno de los caracteres más enérgicos entre los santos, ese hombre tan duro era también muy comprensivo. Sabía tratar a los hombres con gran prudencia, inspirándoles el sentido de la responsabilidad. Su norma para con los superiores era: -Usted sabe lo que pasa ahí, y obre según le parezca mejor… Y en su oración con Dios derrochaba ternura. Se han hecho célebres aquellas noches en que, desde la ventana de su celda o desde la azotea de la casa contemplaba el cielo estrellado, y exclamaba: “¡Oh, qué pobre me parece la tierra cuando contemplo el cielo!”. Tanta era su emoción, que los médicos le prohibieron pensar en la muerte porque ponía en peligro su misma vida, la cual se extinguía repentinamente en el anonimato del soldado el 31 de Julio de 1556, aunque el Papa ─su anterior enemigo cardenal Caraffa─ le mandó una sincera y última bendición.