91. Los Papas del Renacimiento (I)

91. Los Papas del Renacimiento (I)

Nada mejor para situarnos en las próximas lecciones que conocer a los Papas renacentistas. Una idea nada más de cada uno.

 

Nicolás V (1447-1455) es considerado como el primer renacentista por la ayuda grande que dio a los humanistas y su empeño en restaurar Roma según las nuevas corrientes del arte. Ya lo conocemos por la lección 89. Papa magnífico, que se empeñó en el restablecimiento de la medio destruida Roma y en engrandecerla por las artes. Le dolió inmensamente, hasta enfermar, la caída irremediable de Constantinopla en poder de los turcos. Nada mejor sobre él, que sus palabras a los cardenales ya en el lecho de muerte: “He reformado y fortalecido a la Santa Iglesia Romana, que hallé devastada por la guerra y oprimida por deudas, de modo que acabé con el cisma y reconquisté sus ciudades y castillos. La adorné con magníficas construcciones, con las más bellas formas de un arte centelleante de perlas y piedras preciosas y la doté espléndidamente con libros y lienzos, con utensilios de oro y plata, con precioso mobiliario para el  culto. Y todos estos tesoros los acopié no por avaricia ni por simonía, no con dones y mezquindades, antes bien ejercí toda clase de magnánimas liberalidades en construcciones, en la compra de numerosos libros, en el continuo hacer copiar códices latinos y griegos y en retribuir a hombres doctos en las ciencias. Todo esto lo hice por la divina gracia del Creador y por la continua paz que reinó durante mi pontificado”. Es interesante saber cuál era su idea al hacer todo esto: excitar precisamente a las gentes sencillas la fe y el amor a su Iglesia al verla hermosa, digna, sabia. 

 

Calixto III (1455-1458). Un Papa español, anciano de ochenta años, que tomó muy en serio su cargo. Íntegro en su conducta toda la vida, no tuvo más obsesión que luchar contra los turcos a truque de salvar a la Iglesia en su fe católica, siempre amenazada por la Media Luna. Por ir contra ellos empeñó todas sus riquezas, y no le importaba quedarse sino con su mitra de tela: “¡Vayan para la guerra contra los turcos; a mí me bastan unos cacharros!”. Tuvo la alegría de ver la victoria contra ellos conseguida en Belgrado por el héroe húngaro Hunyadi, gran guerrero y excelente católico, que, al acercarse la muerte por la peste en el campo de batalla, “no toleró que le llevasen por Viático el Cuerpo del Señor a su lecho, sino que, agonizante, se hizo llevar a la iglesia, donde, recibido el Santo Sacramento, expiró entre las manos de los sacerdotes”.

Calixto, muy buen Papa, pero con un borrón grande en su pontificado: el intolerable nepotismo con que favoreció a sus parientes, sobre todo a su sobrino Rodrigo Borja, futuro Papa Alejandro VI, que tanto va a dar que hablar. Calixto murió el 6 de Agosto, Transfiguración del Señor, fiesta que él instituyó en recuerdo de la victoria de Belgrado.

 

Pío II (1458-1464). Interesante de verdad este Eneas Silvio Piccolomini, que escribirá siendo Papa: “Olviden a Eneas y piensen sólo en Pío II”. Porque en su juventud fue un desastre. Tuvo más de un hijo natural. Hasta que fue cambiando de conducta y optó por ordenarse sacerdote. En adelante, moralmente bien. Pero doctrinalmente, conciliarista empedernido: el Papa debía someterse al Concilio, y basta. En el conciliábulo de Basilea (lección 85) fue secretario del antipapa Félix V. Sin embargo, fue reconociendo sus errores, se arrepintió y fue perdonado por el papa Eugenio IV; fue nombrado después obispo de Trieste y Siena por Nicolás V; Calixto III lo creo cardenal, y ahora lo vemos convertido en un Papa, que, al ser elegido, rompió a llorar dejando estupefactos a los cardenales electores.

Digamos que Pío II fue muy buen Papa, aunque fuera un auténtico y gran humanista.  Con gran humildad, el Pontífice publicó una bula en la que se retractaba de sus errores conciliaristas; rechazaba algunas de sus obras licenciosas escritas cuando era joven, y desaconsejaba la lectura de su novela De Eurylo et Lucrecia. Además, se empeñó seriamente en la reforma, nombró y envió para ello legaciones, apoyó a las Órdenes reformistas y no dudó en quitar el cargo al Maestro General de los Dominicos por el mal ejemplo que daba a los suyos. Ante un viaje a Mantua que inspiró muchos temores, el Papa exclamó resuelto: “El reino temporal de la Iglesia se ha perdido y se ha recuperado; pero si perdiésemos la fe, ¿quién nos la devolverá? Perezcan en buena hora las cosas vanas y abracémonos a aquello que no perecerá jamás”. Esto era Pío II, y al fracasar su gestión ante reyes y príncipes para aplastar al turco que amenazaba implantar en toda Europa la Media Luna en lugar de la Cruz como ocurriera en Constantinopla, exclamó dolorido: “Vine lleno de esperanza, pero he sido defraudado. Unos piensan sólo en los placeres, otros en ganar dinero”.

Como gran humanista que era, miremos lo que pensaba de la cultura en la Iglesia: “Entre las dichas que el hombre puede obtener de Dios en esta vida mortal, merece registrarse, y no en último lugar, la que con la perseverancia en el estudio le capacita para conquistar la perla de la ciencia que le hace agradable la senda hacia una vida buena y feliz. La ciencia vuelve al hombre semejante a Dios. Ayuda al ignorante y permite que escalen los más altos grados los nacidos en humilde cuna. Por esto la Sede Apostólica ha promovido siempre las ciencias, les ha procurado sedes donde floreciesen y les ha prestado su ayuda”.

Olvidado “Eneas”, “Pío II” fue un Papa bueno, apreciado por sus dotes naturales, aunque tampoco se libró del nepotismo, mancha que encontramos en su pontificado.

 

Paulo II (1464-1471) fue un Papa del que no se podía esperar gran cosa, dada su escasa formación científica. No se le achaca falta moral, pero con él empezó la mundanización del Pontificado en abierta contradicción con la guerra que declaró a los humanistas, porque éstos no solamente propagaban las letras clásicas latinas, sino que empezaban a vivir un peligroso “ateísmo”, llamémoslo así, al introducir ideas religiosas y morales paganas. Por ello, eliminó de la Curia papal a muchos humanistas, los cuales le declararon guerra abierta con serios desórdenes en Roma.

Sin embargo, él mismo vivía a lo grande, conforme a la riqueza de su familia veneciana, y se cuentan detalles de su vida que le honran muy poco en este sentido: cómo se deleitaba con vestiduras cuajadas de piedras preciosas, con qué placer pasaba los dedos sobre las joyas coleccionadas por él en abundancia, cómo en su mesa se ofrecían los manjares más exquisitos y se prodigaban los banquetes suntuosos que duraban varios días, y las cacerías.

Para complacer a los romanos, tan aficionados a las diversiones populares, alargó en varios días el carnaval, con juegos que hoy nos resultan inimaginables, y que él mismo presenciaba con placer desde su Palacio de Venecia, iniciado por él en 1455 cuando era cardenal. Dejadas esas fiestas carnavalescas con sus desfiles populares, miremos la descripción de uno organizado para ensalzar las antiguas glorias del Imperio: “Iban primero unas máscaras en forma de gigantes; otras representaban a Cupido alígero con su aljaba; luego venía Diana a caballo, rodeada de gran multitud de ninfas; a continuación más de ciento sesenta adolescentes vestidos de blanco; detrás marchaban los reyes y demás caudillos domeñados por los romanos, como Cleopatra, vencida por César Augusto, y detrás el dios Marte, Baco y otras falsas divinidades antiguas. Y los que se sentaban en las carrozas llevaban versos de alabanza al verdadero padre de la patria, óptimo fundador de la paz, espléndido repartidor de donativos al pueblo”. Así empezaban las fiestas papales renacentistas…

Una cosa buena había hecho Paulo II apenas elegido Papa. Los cardenales, antes de la elección, se juramentaron a cumplir tres compromisos: saliera quien saliera Papa, debía comprometerse a proseguir la guerra contra los turcos, a limitar el nepotismo, y a convocar un Concilio ecuménico en el plazo de tres años. Paulo II firmó también aquella juramentación. Pero, una vez Papa, no hizo caso de ninguna condición. E hizo bien. Porque con ello proclamaba, mal que les doliera a los cardenales, que el Papa, cuya potestad suprema le viene de Dios y no de los hombres, no está sujeto a nadie sino a su propia conciencia.

 Al acrecentarse el peligro de los turcos, recibió con grandes honores a Skanderberg, pero le prestó una ayuda muy exigua, hasta que el héroe moría en 1468, Albania caía bajo las tropas de Mohamet y la perdía para siempre la Iglesia Católica.

Aunque atacara a los humanistas, Pablo II favoreció la cultura y las artes, y una muestra de ello es su Palacio de Venecia, prácticamente la gran primera obra del Renacimiento en Roma. Se le suele atribuir por algunos la introducción de la imprenta en Italia, pero parece que fue obra del gran cardenal Torquemada, el cual, en esos mismos días, la llevó al monasterio benedictino de Subiaco donde se imprimieron como primicias grandes obras, entre ellas la Ciudad de Dios de San Agustín. Y aunque no llevara a cabo la ansiada reforma, favoreció mucho la renovación de las Órdenes religiosas y vigiló seriamente al clero de Roma bajo la dirección del cardenal Vicario Domenico dei Domenici. En la Curia papal fue tremendo contra la compraventa de los beneficios, incluidos los obispados. Para esto necesitó usar verdadera valentía, aunque parecía carecer de ella. Muy poco simpático en su persona y trato, era sin embargo bondadoso, como dice un cronista: “Cuando oía sonar la campana del Capitolio anunciando una ejecución capital, palidecía y se ponía la mano en el pecho para comprimir los latidos de su corazón”. Nada sobresaliente en la ciencia porque de joven no lo habían formado bien en su opulenta familia, y tan dado al lujo y a las fiestas que ya hemos descrito, su pontificado tuvo cosas buenas, pero no destacó en casi nada.

 

Seguiremos con la historia de los Papas siguientes, conocimiento necesario para comprender lo que será la reforma protestante y la contrarreforma católica. Tenemos suficiente criterio para enjuiciar acontecimientos y conductas que nos parecen inconcebibles, pero en las cuales estaba Dios al tanto para no dejar perecer a su Iglesia.