64. El Pan de Vida

64. El Pan de Vida

Lo que sigue ahora lo sabemos por Juan. Jesús pasa dos o tres días por aquel rincón de Genesaret, a unos tres kilómetros de Cafarnaún. Se encuentra con gente que había presenciado el milagro de los panes, y le peguntan melosamente:

-Maestro, ¿y cuándo has venido aquí?

-¿Eso les interesa? “Me buscan, no porque entendieron el milagro, sino porque se hartaron de rico pan”. Tengo otro pan que dar al mundo hambriento. Soy yo, el Enviado por Dios que ustedes esperan.

-¿Que tú eres el Cristo que esperamos? ¿Y qué signo, qué milagro, qué prueba nos das para creerte?

A decir verdad, no se entiende esta pregunta de los judíos. ¿No tenían bastante con el milagro del día anterior? Inexplicable, pero así eran las cosas. Empezaba mal el asunto. Veremos cómo acaba.

 

Esto ocurría en la calle, donde los judíos encontraron a Jesús. Pero, al llegar el sábado, todos estaban ante la sinagoga, en la que entraron con los ánimos bien afilados contra el joven Maestro de Nazaret. Sentados ya en sus puestos, los judíos abrieron la brecha:

-Te hemos pedido un signo. Como lo tenemos de Moisés, el cual dio a nuestros antepasados en el desierto pan del cielo. Tú, ¿qué vas a hacer para que creamos en ti?

Jesús, tranquilo:

-¿Pan del cielo, dicen? No. Aquello no era pan del cielo; el verdadero pan del cielo que Dios les manda soy yo. Sus padres comieron el maná y murieron. El que coma el pan que yo voy a dar no tendrá más hambre y no morirá jamás.

-¿Quéeee?… ¡Oye, danos, danos de ese tu pan!

Los judíos no entendían, mejor dicho, no querían entender. El maná no era sino una planta graminácea con que Dios proveyó a su pueblo durante el desierto, a la vez que les daba a comer como carne aquellas bandadas de codornices. Si al maná lo llama la Biblia “pan del cielo” es por la providencia que Dios tenía de su pueblo para que no muriera de hambre, pan sobre el que después se poetizó tanto en Israel. Ahora Jesús hablaba de sí mismo y decía la verdad con el símbolo tan bello de ese pan, del maná. ¿Y qué les quería decir? Esto: Soy pan bajado del cielo, pan que da mi Padre al mundo. Era el Cristo, que debía ser comido por la fe. Quien creyera en Él tendría la vida eterna.

 

Los asistentes se levantaban de sus asientos, discutían en corrillos sobre las palabras de Jesús. Y ya se ve, pensaban en un pan material, como el pan de trigo o de cebada:

-¿Cómo puede decir éste que ha bajado del cielo si nosotros conocemos a su padre y a su madre, y, además, que Él es pan que tendremos que comer un día, pues si no le comemos no tendremos vida en nosotros?

Jesús no se tiraba para atrás en lo que decía. Esperaba que se sentaran de nuevo para seguir estrechando cada vez más el cerco de sus palabras,  hasta llegar a lo más grave.  Les había dicho que Él era

pan, pan espiritual, es cierto, un pan que habrían de comer por la fe. Pero faltaba lo más serio, y Jesús iba poco a poco. Hasta que hizo explotar definitivamente la bomba, cuando dijo con energía, pero con su moderación de siempre: “Sí, soy pan bajado del cielo, y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo”.

Su carne, sí. ¡Vaya bomba!…

 

El escándalo en la asamblea subió hasta lo indecible. Se levantaban de nuevo para discutir apasionada y hasta airadamente:

-Pero, ¿han oído? ¡Que vamos a tener que comernos su propio cuerpo!… Y Jesús remachó bien claramente, sin equívocos posibles:

-¡Sí, y créanme! Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. Y si no comen mi carne y no beben mi sangre, no tendrán vida en ustedes. Por el contrario, el que coma mi carne y beba mi sangre tendrá vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.

El griterío que se alzó fue tremendo. Se levantaron todos de sus asientos y las discusiones no acababan:

-Pero, ¿qué está diciendo éste? ¿Se figura acaso que somos una tribu de caníbales?… ¡Comer su carne, beber su sangre!… Ahí se quede solo este loco. ¡Vámonos!…

 

Le tuvieron por loco, y se marcharon sus enemigos, como es natural. Lo malo es lo que añade el evangelio: “Muchos de los discípulos, que lo oyeron, dijeron: Dura es esta doctrina, ¿quién puede oírla?, y muchos se volvieron atrás, y ya no quisieron andar con él”.

 

¿Y los apóstoles?… No hay que eludir la pregunta. Los Doce también estaban pensativos. De lo contrario no se entiende la pegunta de Jesús:

-¿También ustedes me quieren abandonar?

Menos mal que Pedro se resolvió a contestar:

-Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios. 

Con todo, Juan añade una nota trágica, cuando Jesús añadió a lo de Pedro:

-¿No les elegí yo a los Doce? Pues bien, uno de ustedes es un diablo. Y se refería a Judas, el que le había de entregar. 

No se entiende. Judas tampoco creyó, y, sin embargo, siguió con los Doce: ¡todo un año ocultando una hipocresía indecible en la intimidad del grupo!… El alma de Judas tenía que ser mala de verdad. Lo de las 30 monedas no llegó de golpe.

 

El fracaso de Jesús con el discurso sobre el Pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaún fue francamente fenomenal. Hasta los pobres apóstoles meneando la cabeza, silenciosos y preocupados, aunque seguían fieles como lo demostró Pedro.

Pero, ¡cómo han cambiado las cosas! Jesús lo sabía. ¿Seríamos capaces de contar las Comuniones que cada día se distribuyen en la Iglesia? Son innumerables las almas hambrientas y hasta golosas de este Pan divino, que Jesús ofrece tan gratis.