56. Herejías en la Edad Media

56. Herejías en la Edad Media

No podemos comparar las herejías medievales con las de los siglos IV y V, arrianismo, nestorianismo, monofisismo… Pero, aunque menos importantes, las debemos conocer. La iconoclasta la tratamos en las lecciones 22 y 56.

 

No proliferaron mucho las herejías en la alta Edad Media, y, si nacían algunas, no duraban mucho ni tuvieron las graves consecuencias de aquellas primeras. Sí que pulularon a partir del siglo XII, y fueron muy molestas sobre todo para los Pastores de la Iglesia. Damos unas nociones sobre las principales.

 

Los adopcionistas hubieran sido peligrosos de haber llegado a prosperar, porque se hubiese vuelto con ellos al nestorianismo y al monofisismo que en el siglo V hicieron tanto mal. Nacieron en España, y es cosa rara, porque los españoles, como decía atinadamente Menéndez y Pelayo, no valen para herejes. Pero el adopcionismo surgió precisamente por Félix, obispo de Urgel, y el Arzobispo Elipando de Toledo. ¿Y qué enseñaban? Esto: que Jesús, como Dios y Verbo Eterno, es verdadero Hijo de Dios; pero como hombre, el nacido de María, es hijo adoptado, y nada más. O sea, que Jesucristo era Hijo de Dios de dos maneras: como Dios, era Hijo verdadero de Dios; como hombre, hijo sólo adoptivo.

No era difícil rebatir este error con los Concilios de Éfeso y Calcedonia: Jesús tiene UNA sola PERSONA, que es divina, aunque con dos naturalezas, la de Dios recibida del Padre por generación eterna y la de hombre recibida en el seno de María. Por esa ÚNICA Persona, no puede tener dos filiaciones, sino UNA sola, la de “Hijo natural de Dios”, sin nada de adopciones.

Después de muchas aventuras y de abjurar formalmente de su error el año 799, Félix de Urgel murió piadosamente, mientras que Elipando, terco de veras, parece que murió obstinado en su opinión, y no ha quedado ningún recuerdo de él.

 

La predestinación, problema que ha torturado a muchos, fue causa de una controversia herética originada por Gotescalco, alemán del monasterio de Fulda y trasladado después al monasterio de Orbais en Francia. Lo más benigno que se puede decir de Gotescalco es que era un tipo totalmente anormal, testarudo y orgulloso, a pesar de su inteligencia. Y enseñó: que Dios, desde toda la eternidad, tiene predestinado a cada uno o a la Gloria o al Infierno, de modo que se cumplirá irremediablemente el que unos irán al Cielo por voluntad indefectible de Dios, y los otros se condenarán también inexorablemente por decisión divina. Porque Cristo murió sólo por los predestinados que se iban a salvar y no murió por los que iban a condenarse por decreto de Dios.

Esta era su opinión y esto predicaba con verdadera pasión por varias partes de Europa. En el año 840 se hallaba en el norte de Italia y allí fue donde comenzaron las tremendas controversias entre Gotescalco y los teólogos, monjes y obispos. Su antiguo Abad en Fulda y después Arzobispo de Maguncia, Rabán Mauro, lo condenó en el sínodo del 848 y posteriormente fue condenado varias veces en otros concilios franceses y alemanes. Encerrado y castigado en el monasterio de Hautvillers, cerca de Reims, acababa su vida de monje errante y quedaba sólo escribiendo sus errores, mientras que en la Iglesia estaban en guerra doctrinal obispos, reyes y hasta el Papa. Toda una aventura por varios años turbulentos. Al fin, enfermo Gotescalco por los años 868-869, Hincmaro, el gran teólogo y Arzobispo de Reims, trató de llevarlo a la retractación para que no muriera excomulgado, pero el hereje se obstinó cada vez más hasta el fin en su error. La doctrina de la Iglesia, sin embargo, quedó claramente determinada en varios sínodos de aquellos días: “Dios quiere que todos los hombres se salven y que no se pierda ninguno, aunque no quita a nadie su libre albedrío”.

 

Los errores contra la Eucaristía aparecieron por primera vez en el siglo IX, a propósito de un libro que hacia el año 831 escribió un monje santo, Pascasio Radberto. Hasta entonces, nunca se había discutido en la Iglesia la presencia de Jesús en el Sacramento. Y Pascasio la afirmaba igual: En la Eucaristía está Jesucristo en persona, con su verdadera carne y sangre, el mismo que nació de María, murió en la cruz y resucitó del sepulcro. La dificultad que se originó con este libro fue sobre el cómo está Jesucristo en la Eucaristía, y, entre tantas controversias como se suscitaron, se llegó a un materialismo craso y hasta irrespetuoso. Y vino lo peor, que por primera vez algunos empezaron a negar o a expresar de manera ambigua la presencia real de Jesús, tal como cuenta Hincmaro (+882), los cuales  decían: “El sacramento del altar no es el verdadero cuerpo y la verdadera sangre del Señor, sino sólo recuerdo de su verdadero cuerpo y sangre”. Estaba echada la semilla fatal. Veremos en su día lo que dirá la Reforma protestante. Pero, de momento, quedó todo bien resuelto en la Iglesia, conforme a lo que decía Pascasio Radberto: Cristo está presente en la Eucaristía con su cuerpo y sangre históricos, el mismo cuerpo de Belén, del Calvario y el resucitado del sepulcro.

Pero con Berengario, nacido en Tours hacia el año 1000, se inicia una controversia gravísima contra la presencia de Cristo en la Eucaristía durante el siglo XI. Berengario, vanidoso y con ganas de hacerse ilustre, empieza por el 1040 a sembrar el error contra el Sacramento: “La Eucaristía no es verdadera y sustancialmente el cuerpo y la sangre del Señor, sino que se llama así por ser sólo figura y sombra del cuerpo del Señor”. Y cuando parece que no lo quiere negar del todo porque se ve acosado por tantas protestas, lo suaviza diciendo que sí, que es el cuerpo del Señor pero dentro del pan, porque la Eucaristía permanece verdadero pan sin cambiarse la sustancia del pan. La famosa “impanación”, como se dirá después. Con esta su doctrina empezará la controversia de Berengario contra todos los teólogos y de todos los teólogos contra Berengario, que era un hipócrita de categoría: cuando cedía ante un concilio o ante el Papa porque no tenía otro remedio, confesaba la verdad; apenas se alejaba de Roma y salía de Italia, seguía empedernido en su error. Convencido por Hildebrando, el futuro Papa Gregorio VII, juró y suscribió una fórmula perfectamente católica: “El pan y el vino después de la consagración son el cuerpo y la sangre de Cristo”. Y, como siempre, nuevos errores, nuevas condenaciones, nuevo retractarse según le convenía…, hasta que al fin en 1080 se retractó de sus errores de manera definitiva en un concilio de Burdeos, y se retiró a la soledad hasta que en el 1088 moría piadosamente. Berengario, un hereje, da la impresión, más que de orgulloso y obstinado, de presumido y con ganas de llamar la atención. Pero hizo mucho mal. Aunque sus errores obligaron a los teólogos a precisar conceptos, como el de “sustancialmente” y “transustanciación”, que después jugarán un gran papel en la doctrina sobre la Eucaristía.

 

La herejía albigense fue la peor de estos siglos. Llamados en un principio “cátaros”, o puros, pasaron a llamarse albigenses por haber constituido a la ciudad de Albi, cerca de Toulouse al mediodía de Francia, su fortaleza y centro de acción. Se discute mucho su origen histórico; pero hay que decir que fue una herejía medieval típica del siglo XII. ¿Y qué enseñaba? Tanto su doctrina como su moral son la aberración personificada. Imposible describirlas en pocas líneas. Digamos, sin embargo, alguna idea que otra.

Según ellos, no hay un solo Dios, sino dos principios: el del bien y el del mal, el cual es el dios de toda la materia. El universo estaba compuesto por dos mundos en absoluto conflicto, uno espiritual creado por Dios y otro material forjado por Satanás. Las almas de los buenos están libres de ella; los malos están todos metidos en cuerpos de hombres, y, las almas de los que no son de la secta, moran en cuerpos de animales. Por eso, Jesucristo no fue más que una palabra que entró por un oído de la Virgen y salió por el otro, sin cuerpo alguno. No podía ser Dios encarnado porque el cuerpo es malo, aparte de que el Dios Yahvé del Antiguo Testamento era realmente el diablo. Los buenos, que eran los cátaros “perfectos”, se daban a ayunos increíbles; negaban el matrimonio, y el uso normal del sexo matrimonial para tener hijos era demoníaco; para librarse de la materia, consentían en el suicidio, practicado por ellos en formas diversas, desde la dulce abertura de las venas en baño templado hasta el conseguido por ayuno total. Los cátaros “creyentes” o vulgares no estaban obligados a estas prácticas, pero debían aspirar a ser “perfectos”, y si morían simples “creyentes” se condenaban como los infieles. Para salvarse tenían que haber pasado por el “consolamentum”, bautismo sólo espiritual, ¡sin agua, que es materia! Creían en la reencarnación, por la cual podían escapar del mundo material y elevarse a un paraíso totalmente inmaterial. Enemigos de todo lo que fuera religión cristiana, odiaban sacramentos, oración, imágenes y especialmente a los sacerdotes…

Los albigenses se propagaron grandemente sobre todo por el sur de Francia, devastándolo todo, conforme al testimonio del conde Raimundo V de Toulouse, plenamente fidedigno: “La herejía ha penetrado en todas partes. Ha sembrado la discordia en todas las familias. Las iglesias están desiertas y se convierten en ruinas. Los personajes de mi tierra se han dejado corromper. La multitud sigue su ejemplo”. San Bernardo confirma estas palabras con las suyas propias cuando dice que no se veían sino “templos sin fieles, fieles sin sacerdotes, sacerdotes sin honor, cristianos sin Cristo”. Se sabe lo que hacían los albigenses: incendiar iglesias y cometer sacrilegios horrendos, como pisotear Hostias consagradas.

Ante tanta destrucción, y después de muchos intentos pacíficos de varios Papas, Inocencio III organizó una cruzada contra los albigenses de Francia, al frente de la cual iba el gran caudillo Simón de Montfort. Los albigenses levantaron un gran ejército, quizá de unos 50.000 hombres; los cruzados lucharon como fieras y cometieron muchas salvajadas, de modo que el Papa hubo de llamarles la atención. En la gran batalla de Muret (1218) murió Simón de Montfort, y los herejes duraron todavía varios años más durante este siglo XIII. Al final desaparecieron, ya que la Inquisición actuó seriamente sobre ellos, y la Iglesia contaba entonces con los grandes maestros del siglo, como Buenaventura y Tomás de Aquino.