46. El siglo de hierro del pontificado

46. El siglo de hierro del pontificado

Una lección muy especial, que va de los años 890 a los 970. Roma era un hervidero político y los Papas se vieron envueltos en situaciones lamentables. Varios de ellos cayeron de manera muy indigna y otros no supieron reaccionar debidamente ante circunstancias muy comprometedoras para la Iglesia.

 

Digamos, ante todo, que no hay que cargar demasiado las tintas negras como hacen historiadores enemigos de la Iglesia y mal intencionados. El pueblo cristiano seguía firme en su fe, en su devoción a los santos y en sus peregrinaciones haciendo penitencia de los pecados… Hundido el reino de los carolingios y con reyes ineptos en Italia, los Papas fueron juguete de familias romanas poderosas que causaron estragos en la sede pontificia. Del 858 al 867 hubo un Papa grande de verdad, San Nicolás I. En el 872 era elegido Juan VIII, también muy bueno. Pero en el 882 era asesinado por uno de los suyos en el mismo Letrán. Desde este Papa asesinado hasta el 974 con el también asesinado Benedicto VI, cuando se estabilicen los Papas bajo los emperadores Otón, pasarán por Roma 28 Papas en sólo noventa años. Muchos colocan en este tiempo la leyenda grotesca de la “Papisa Juana”, sobre la cual no hay que hacer ningún caso; no hay historiador que la tome en serio, aunque sea la comidilla de enemigos tontos de la Iglesia. Entre muchas peripecias, se llegará hasta el papa Esteban VI que, con el “concilio cadavérico” en el 896, comenzará el fatal “Siglo de Hierro del Pontificado”, durante el que la gente seguirá fiel a Jesucristo y se mantendrá en su Iglesia, a pesar del descalabro de sus más altos Jefes.

Es muy complicado seguir tanto nombre de Papas y personajes que entran en escena. Para tener una idea elemental de este siglo, nos limitaremos a los hechos más significativos.

 

Empieza con el “concilio cadavérico” en el 896, un hecho horrible y macabro, decretado por el papa Esteban VI. Odiaba a su antecesor el papa Formoso, hombre austero, riguroso, santo. A los nueve meses de muerto, el papa Esteban hizo desenterrar el cadáver, y, colocado en la sala consistorial de Letrán, empezó el juicio presidido en persona por el mismo Esteban VI contra el Papa difunto. Un diácono debía responder por el cadáver a las preguntas del Papa. El cadáver, naturalmente, permaneció mudo aunque por él hablase el diácono. Formoso resultó condenado, se le cortaron los tres dedos de la mano derecha con que bendecía, se declararon inválidas todas las ordenaciones que había hecho, se le quitaron los vestidos pontificales, y sus restos putrefactos fueron arrojados al río Tíber, cuyas aguas los llevaron hasta la orilla y fueron recogidos por un monje que les dio honrosa sepultura.

El pueblo de Roma se enfureció contra Esteban VI y sus partidarios, agarraron a Papa tan indigno, le quitaron las vestiduras, lo metieron en prisión y allí murió estrangulado.

 

Los tres Papas siguientes, Romano I, Teodoro II y Juan IX, muy buenos, rehabilitaron la memoria de Formoso, declararon inválido todo lo de aquel espantoso juicio, y dicen que Teodoro II, en sólo sus veinte días de Papa (año 997), tuvo tiempo de sacar personalmente el cadáver de Formoso enterrado por aquel monje y llevarlo solemnemente al Vaticano. El Papa Juan IX (998-900), trató de poner orden en la Roma tan revuelta políticamente. Absolvió a los eclesiásticos arrepentidos que habían intervenido en el “concilio cadavérico”, y, al morir, le sucedió Benedicto IV, igualmente bueno.

Muerto este último en el 903, le sigue el piadoso León V, pero, sin cumplir dos meses de Pontificado, lo destrona y mete en prisión el sacrílego Cristóbal I, que se hace proclamar Papa, pero a los pocos meses se presenta en Roma el fatídico Sergio, el cual se hace elegir papa Sergio III, destrona a Cristóbal, al que mete en prisión junto con el legítimo Papa León V, y poco después los hace degollar a los dos.

 

Sergio III es una figura muy enigmática y fatal también. Había sido consagrado obispo por el bueno de Formoso, al que odiaba con toda su alma. Ya Papa, Sergio revalida el “concilio cadavérico” en el que él había participado activamente, da por inválidas todas las ordenaciones realizadas por el papa Formoso y depone a los obispos por él consagrados. El escándalo en Roma era imponente, pero nada podían hacer contra Sergio, apoyado políticamente por la familia de Teofilacto que aparece ahora en escena y tendrá en su mano los destinos de Roma por más de treinta años. Teofilacto y su mujer Teodora, ambiciosos y dominantes, tuvieron dos hijas, Teodora la Joven y Marozia, que en ambición y desvergüenza, sobre todo Marozia, igualaban y hasta superaban a su madre. Sergio III, demasiado amigo de la familia, se dejó prender en los lazos de la joven Marozia, de la cual tuvo un hijo que después será el papa Juan XI. Sergio, en medio de tanto cuento, tuvo hasta su muerte en el 911 acciones dignas de aprecio entre las que resalta la reconstrucción de Letrán. Nada tuvieron que ver con la familia de Teofilacto los Papas casi relámpago Anastasio III y Landón, a los que sucedió el emprendedor Juan X que no cayó en las redes de la familia de Teofilacto. Pero Marozia no toleró la alianza del Papa con el rey Hugo, y junto con Guido, su segundo marido, levantaron en Roma un puñado de gente que se lanzaron sobre Letrán, mataron al hermano del papa Juan, encarcelaron a éste y lo asesinaron en la prisión sofocándolo bajo una almohada. Dueña de la ciudad, hizo elegir Papas sucesivamente a León VI y Esteban VII, hasta que al morir éste último pudo poner en el solio pontificio a su hijo Juan XI. Viuda de nuevo Marozia, quiso casarse con el rey Hugo, viudo también, e hizo su entrada en Roma de manera triunfal. Después de la boda, vivía con Marozia en el castillo de Sant’Angelo. Pero allí estaba Alberico, joven que llevaba el mismo nombre de su padre, el primer marido de Marozia. Asqueado por el tercer matrimonio de su madre, convocó a sus amigos y partidarios, los arengó de manera vibrante, los introdujo en el castillo y los lanzó contra su nuevo padrastro Hugo y contra el Papa hermanastro suyo. Descolgándose con una soga, logró Hugo escapar, pero cayeron Marozia y el Papa, ambos conducidos a la cárcel. Según algunos historiadores ambos fueron asesinados, primero Juan XI y después su madre. Otros, con mucha más probabilidad, casi con certeza, dicen que no. Marozia desapareció de escena no se sabe cómo, y el Papa regresó a su palacio de Letrán privado de todo poder político para dedicarse después, hasta su muerte en enero del 936, a los asuntos puramente eclesiales. Había sido un pobre Papa, que si no fue tan inmoral como algunos lo han pintado, no dejó ningún buen recuerdo por sus actividades pontificias.

Alberico II quedaba dueño y señor de Roma, a la que gobernó como dictador por más de veinte años, hasta el 954, pero de manera muy diferente a como lo había hecho su abuelo Teofilacto y su madre Marozia. Magnífico estadista, se llamaba a sí mismo “Humilde príncipe y servidor de todos los romanos”. Aunque, antes de su muerte, reunió a los nobles y les hizo jurar que a la muerte de Agapito II elegirían Papa a su hijo Octaviano, y así fue cómo el joven muchacho ciñó la tiara pontificia bajo el nombre de Juan XII.

 

Octaviano, ahora Juan XII, educado para príncipe secular y no para pontífice, no se pareció a su padre Alberico II, ambicioso pero recto, sino más bien a su malhadada abuela Marozia. Basados en noticias del obispo Luitprando, enemigo suyo, los historiadores le tratan muy mal, pero, aunque ligero de conducta, amante de la caza y aficionado a reuniones con mujeres, no era tan malo como dicen. Quitando de una vez la corona de emperador a los decadentes carolingios de Francia y a los inútiles y traicioneros reyes de Italia, pasó la corona Imperial a los reyes de Alemania y coronó emperador al gran Otón I el año 962, nueva figura y digna de los mejores tiempos; pero, como el Papa le tenía poca simpatía, le traicionó y Otón entonces volvió a Roma, Juan XII se fugó, y el emperador (¡mal hecho, porque no podía!) juzgó al Papa en un sínodo que le acusó de los crímenes y sacrilegios más horrendos. Del sínodo salió elegido el antipapa Papa León VIII.

Retirado Otón a Alemania, regresó Juan XII a Roma y echó fuera al antipapa. Vuelta de Otón a Roma, pero, antes de que llegara, había muerto Juan XII, dicen que sin sacramentos y de manera muy misteriosa. Los romanos eligieron Papa a Benedicto V, que fue desterrado por Otón a Hamburgo, donde murió como un santo el año 966. Un año antes había muerto en Roma el antipapa León VIII. No es fácilmente comprensible la conducta del gran Otón I en aquel sínodo con el papa Juan XII aunque éste hubiera sido un traidor, ni con el buen Papa Benedicto V, con el se portó tan mal sólo por mantener a su antipapa León VIII.

A Juan XII le siguió Juan XIII, hijo de Teodora la Joven, hermana de Marozia. Al cabo de dos meses se le sublevaron los romanos, pero el Papa reaccionó contra ellos de manera violenta. Después de siete años de pontificado, le sucedió Benedicto VI, pero Crescencio, hijo también de Teodora la Joven y por lo mismo hermano del difunto Papa Juan XIII, se levantó contra Benedicto VI, lo encerró en la prisión, lo estranguló en ella y puso en su lugar al antipapa Bonifacio VII.  Desaparecido éste, fue elegido Papa legítimo Benedicto VII (974-983), muy bueno, y en sus nueve años empezaron los intentos de una reforma por la que todos suspiraban después de pontificados tan calamitosos.

 

A Otón I el Grande le siguieron como emperadores Otón II y Otón III, y en adelante ya no se apartó de los alemanes la corona imperial, que la llevaron con gallardía para bien de la Iglesia después de reyes tan vulgares. El Sacro Imperio Romano volvía a ser digno de Carlomagno. Entre tanto, aunque calladamente a lo largo de este tiempo tan fatal, había surgido en Francia el monasterio de Cluny donde se formaban unos monjes que serían los grandes reformadores que se estaban necesitando de manera tan imperiosa y urgente. El pueblo sencillo se mantenía vigoroso en su fidelidad a la Iglesia, mientras que una serie triste de Papas le había infligido males gravísimos y vergonzosos. Aunque pareciese que la barca zozobraba en alta mar, Jesús no estaba dormido y pronto veremos llegar tiempos gloriosos para la Cristiandad.