38. Primeros papas medievales

38. Primeros papas medievales

No reseñamos todos, naturalmente, sino algunos más notables. En los dos primeros siglos, desde 687 hasta 884, no ofrecen dificultad los Papas. Buenos, y bastantes de ellos reconocidos como Santos. A finales del siglo IX es cuando van a surgir los problemas graves en el pontificado. Conozcamos a los primeros.

 

Comenzamos por algunos de los Papas más insignes de la Edad Media. Vendrán después grandes Papas como Gregorio VII, Inocencio III y Bonifacio VIII, magníficos los tres. Otros ─los del Siglo de hierro, varios de Aviñón y los del Cisma de Occidente─, saldrán por necesidad y seguro que nos dejarán mal recuerdo. Pero en los del siglo VIII y hasta casi acabar el IX, nos encontraremos con todos los Papas buenos, y algunos muy señalados por su santidad y por sus obras. Escogemos algunos más representativos.

 

San Sergio I (687-701) abre la Edad de la manera más digna. Tuvo dos rivales en su elección: Teodoro y Pascual. Pero elegido Sergio, Teodoro se humilló y recibió el abrazo de paz del Papa, mientras que el orgulloso Pascual acudió al exarca de Constantinopla, el cual le mandó refuerzos militares, exigió a Sergio cien libras de oro después haber hecho magia y sortilegios paganos, pero el pueblo romano se puso totalmente al lado del Papa, y  encerraron a Pascual que a los cinco años moría impenitente. Los obispos de Oriente armaron un Concilio que el Papa no reconoció y ni quiso mirar las actas que le mandaban expresas para él: “Moriré mártir antes que dar mi asentimiento a tan monstruosos errores”. Indignado el emperador Justiniano II, envió a Roma un ejército al mando de Zacarías, que, vencido por el pueblo, se refugió para salvar su vida bajo el mismo techo del Papa, hasta que fue expulsado de Roma entre las burlas de la gente. Nunca a un Papa le había ocurrido algo semejante. Atrajo a Roma personajes insignes, como a Cadualo rey de los sajones occidentales venido desde Bretaña, el cual quiso ser bautizado en Roma para ver al Papa y con el deseo de morir junto a San Pedro. Bautizado en el baptisterio de Constantino en Letrán, moría a los pocos días, e inscribieron en su sepulcro: “Cambió el reino terrestre por el del cielo”. Fue Sergio quien construyó el primer sepulcro de un Papa, San León Magno, dentro de la basílica de San Pedro. San Sergio I, santo y querido de todos.

 

San Gregorio II (715-131). Hombre de paz, pero que hubo de luchar contra el emperador León III de Constantinopla, el cual se había empecinado en atacar sin piedad el culto a las imágenes, como sabemos por la lección 56. El emperador publicó un famoso edicto contra las imágenes, metiéndose en el plano doctrinal, y el Papa lo rechazó con palabras enérgicas: “Los dogmas de la Iglesia no son de la competencia de los emperadores, sino de los obispos; son éstos quienes han de establecerlos con certeza. Y así como los obispos, conforme a su misión, se abstienen de intervenir en los asuntos del Estado, así también los emperadores han de abstenerse de inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia”. León III amenazaba con llegar hasta Roma para destruir la imagen de San Pedro, y el Papa le respondía sereno: “Si envías gente para destruir su imagen, seremos inocentes de la sangre que se derrame y que caerá sobre tu cabeza”. Sabía Gregorio lo que se decía, pues todo el pueblo de Roma estaba con el Papa. Fue este Papa quien autorizó y consagró a San Bonifacio como apóstol de los germanos, y fue también él quien consiguió que se levantase de nuevo Montecasino, destruido completamente por los lombardos, de modo que monasterio y basílica volviesen a la célebre abadía todo su antiguo esplendor. Y en cuanto a su piedad y caridad, “multiplicaba las limosnas, los ayunos y las oraciones, mientras daba gracias al pueblo por su defensa de la religión”.

 

San Gregorio III (731-741). Un santo más como Papa,  “de una suavidad incomparable, el cual unía a una profunda sabiduría la ciencia de las Sagradas Escrituras; sabía el griego y el latín; recitaba todos los salmos de memoria y había estudiado a fondo el sentido de ellos. Era muy elocuente, como lo demostró en las homilías que predicaba al pueblo. Tenía el arte de la persuasión, amaba la santa pobreza, redimía a los esclavos, daba de comer a las viudas y a los huérfanos, y ayudaba mucho a la vida religiosa”. Lo más notable que hizo en su pontificado fue la celebración de un sínodo extraordinario en San Pedro, con la asistencia de noventa obispos venidos de todas partes, además de nobles, cónsules y una inmensa multitud de fieles. Siguió en su lucha a favor de las imágenes contra el emperador León III de Constantinopla, con un gesto que lo dice todo: las ricas columnas que rodeaban el altar de San Pedro las coronó con un doselete de plata maciza, en el que figuraban las imágenes del Salvador, de la Madre de Dios, de los Apóstoles y de las Santas Vírgenes. Por si lo quería entender el emperador… Y lo comenta el historiador protestante Gregorovius: “De la simple materialidad de la fe, el arte elevó al hombre a las esferas de lo ideal y erigió encima de él un reino de lo bello. Sólo el arte permaneció como consuelo y alivio de la empobrecida humanidad. La lucha de los Papas contra Bizancio salvó el arte en el Occidente”.

 

San Zacarías (741-752). Un Papa muy singular. Con el lombardo Luitprando, gran soldado y gobernante, se las entendió bien y el mismo rey tenía miedo al Papa porque éste le vencía siempre con su bondad, su elocuencia, su mansedumbre. El pueblo, por otra parte, inventó la leyenda de que cuando el Papa fue por segunda vez a visitar a Luitprando, una nube se le puso encima y le siguió hasta Ravena para defenderlo de los rayos del sol; y dirigiéndose a Pavía, se le adelantaban sobre las nubes ejércitos de fuego… Era la fama de su santidad. Pero lo que caracteriza este pontificado es una acción del Papa que hoy le discutirían muchos. Cuando Pipino, que era simple mayordomo del palacio real de Francia, vio la inutilidad de los reyes merovingios, echó fuera al rey Childerico III, se quedó él con todo el mando y se hizo coronar rey con plena autorización de Zacarías en lo que hoy llamaríamos un golpe de estado. No hay que condenar al Papa. La realidad era que los reyes merovingios, los “reyes holgazanes”, ya no eran sino figuras decorativas; el poder lo tenían los mayordomos, y el bien de Francia requería una medida semejante. Recordamos muy bien la trascendencia que tuvo este acto, y cómo por él se llegó a Carlomagno, gran providencia de Dios para toda la Cristiandad. Y sabemos también, (lección 41) cómo Pipino, en agradecimiento, confirmó para el Papa los Estados Pontificios.

 

San León IV (847-855). Muy notable, por su santidad ante todo. Pero se inmortalizó como Papa por la construcción de la “Ciudad Leonina”. Los musulmanes habían asaltado y saqueado Roma. Se preparaban para nuevo asalto, y toda la población temblaba de miedo. A la oración del Papa atribuyeron el alejamiento de los moros: “¡Oh Señor, da fortaleza al brazo de estos tus fieles que luchan contra los enemigos de tu Iglesia!”. Sí, estaba muy bien la oración. Pero había que pensar en algo definitivo para la defensa de Roma. Y vino la atrevida empresa de edificar la gran muralla con torres que, arrancando del mausoleo de Adriano, el Castel Sant’Angelo, subiese por toda la colina del Vaticano y viniera a parar hasta la actual Porta del Santo Spirito. Ambas puntas tocaban el río Tíber y se podían asegurar con cadenas. Basílica de San Pedro y palacio pontificio quedaban cerrados dentro. Construcción semejante fue un verdadero acontecimiento en la historia de la ciudad de Roma. Aún ahora lleva el nombre del santo Pontífice.

 

San Nicolás I (858-867). Como Papa, el más notable de estos dos siglos primeros de la Edad Media. Al saber que lo querían elegir Papa, se refugió en San Pedro, pero el pueblo lo arrastró hasta Letrán donde no tuvo más remedio que aceptar la carga que le veía encima. Le esperaban unos años tremendos de lucha en todos los frentes. Con Bizancio, por culpa de Focio, el heresiarca hipócrita, mentiroso, de orgullo desmesurado (lección 51), que se hizo consagrar como patriarca de Constantinopla, el Papa cayó al principio en la trampa de las mentiras de Focio; pero cuando Nicolás se percató de todo, se entabló entre los dos una lucha sin cuartel. El Papa no dio nunca a torcer su brazo.

Como no lo dio con los reyes cuando llegó la ocasión. Con Lotario II, Francia llegó a estar en peligro de apartarse de Roma. El rey, entregado a todos los vicios, repudió a su legítima esposa para casarse con una concubina, algo que aprobaron algunos obispos. El emperador Luis se puso de parte de su hermano Lotario y se dirigió a Roma con un ejército contra el Papa. Pero éste, al saberlo, salió del palacio de Letrán y se dirigió sereno a San Pedro, donde permaneció dos días y noches enteros sin comer, esperando valiente la llegada del agresor. Luis cayó enfermo ─interpretado por el pueblo como castigo de Dios─, vino la emperatriz a pedir al Papa una visita para su marido, Luis reflexionó, y salió de Roma reconciliado con el Pontífice.

Ese Nicolás I batallador, era un hombre bonísimo. Durante su pontificado tan convulso, no miraba sino el bien de la Iglesia y tuvo grandes consuelos con los apóstoles que evangelizaban Europa, como los hermanos Cirilo y Metodio. Los ciudadanos de Roma vivían tranquilos a la sombra de semejante Papa, muy solícito del bienestar de sus feligreses, a los que distribuía las tarjetas que daban derecho a la comida, firmadas personalmente por él mismo, y que se entregaban a los menesterosos y a los impedidos para el trabajo.

 

En las lecciones que seguirán nos encontraremos con una Edad Media llena de los contrastes más opuestos. Páginas brillantísimas de santidad, y otras, llenas de miserias inexplicables. Nada extraño. Es la Edad en que se forman aquellos pueblos salidos de la barbarie que invadieron al Imperio Romano. Pero, al final, de ellos surgirá una Europa gloriosa.