33. Aquel sábado tan singular

33. Aquel sábado tan singular

La primera manifestación de Jesús en Cafarnaún iba a quedar marcada con fuerza en toda Galilea. Llega el sábado, y va Jesús a la sinagoga, grande y esbelta. Se leen la Ley, los Profetas, otros libros sagrados, y el rabino invita a quien lo desee a comentar la Palabra de Dios. Jesús acepta, y viene el pasmo de todos:

-Pero, ¿quién es este joven Maestro de Nazaret?… Su enseñar es nuevo, de profeta; habla con autoridad, y no como los escribas.

Y es que los rabinos, los escribas o doctores, repetían siempre: La Ley dice…, el Profeta enseña… Venía después la lista interminable de sentencias de rabinos, sin nada original del que había tomado la palabra.

Y ahora Jesús, no; como le oiremos después, dice con naturalidad: “Yo les digo…”, con lo cual la autoridad recaía toda sobre él, y, sin mencionar para nada su condición divina, insinuaba veladamente que era Dios.

 

Esta tarde, además, ocurre algo insólito. Entre el público había un verdadero endemoniado, que normalmente estaba sano, pero que de cuando en cuando se demostraba en él la posesión diabólica, y es lo que sucedió ahora. De repente, empieza a gritar furioso:

-¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a perdernos? Sé quién eres, el Santo de Dios.

Jesús domina sereno la situación:

-¡Cállate, y sal de él!

El demonio arrojó su víctima hasta el centro y salió sin hacerle mal alguno. Jesús mostraba desde el principio que la suerte de Satanás estaba echada.

Aunque siempre mandará a los demonios que callen.

“El Santo de Dios” era uno que viniese de Dios con poderes especiales a favor del pueblo y contra el mismo demonio. Jesús no quería que se supiera que Él era el Mesías y, menos, que fuese el Hijo de Dios, algo que Dios se lo ocultó siempre. El demonio pudo sospecharlo, pero no lo supo hasta después de la resurrección.

Los evangelios siguen contado las impresiones de la gente en aquel sábado:

-¡Esto es enseñar con autoridad! ¡Y manda a los espíritus inmundos, y le obedecen!

No habían acabado los prodigios de aquel día. Jesús sale de la sinagoga, y se dirige a su casa, que es la de Pedro. Y allí estaba la suegra de Pedro con fiebre alta, dice Lucas el médico. La toma Jesús de la mano, y “¡Venga, levántate!”. Curada, se pone a servir gozosa a todos.

 

Corre la fama de Jesús por toda la ciudad; apenas se pone el sol se acaba el sábado y empieza el nuevo día. Ya terminado el día santo, se puede caminar y cargar cuanto se quiera, y es un gentío el que viene a la casa con enfermos a los que Jesús cura por primera vez de manera multitudinaria. “Así que su fama se extendió en seguida por todas partes en toda la comarca de Galilea”. Jesús ha desarrollado su actividad en este sábado con toda intención.

 

Nos conviene saber de una vez que entre los judíos el día empezaba al anochecer, con la aparición de la primera estrella, proclamado además el sábado con el sonido del “sofar”, el cuerno-trompeta anunciador del nuevo día. Durante el “sábado”, día sagrado, sólo se podía caminar unos 300 metros, medida impuesta por los escribas o doctores judíos. Por esto no vinieron a Jesús los que vivían lejos hasta la puesta del sol.