31. La vida cristiana en estos siglos

31. La vida cristiana en estos siglos

No hay Manual de la Historia de la Iglesia que no dedique algún capítulo especial a este tema: ¿Cómo se desarrollaba el culto? ¿Qué fiestas se celebraban?… Ya dijimos en la lección 15 sobre cómo se vivía todo esto durante los tres primeros siglos a pesar de las Persecuciones Romanas. Ahora añadimos algunos detalles más por las modificaciones que el culto experimentó con la paz constantiniana.

 

Sabemos que desde el principio mismo el único culto de la Iglesia se centraba en la Eucaristía, en la Palabra y en las oraciones: “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Pero, ¿cómo se celebraba este culto? Las oraciones eran las mismas judías, es decir, los Salmos y demás de la Biblia. La Palabra, era lo que contaban los apóstoles de Jesús como testigos oculares o la aplicación de las profecías del Antiguo Testamento. Y la Eucaristía era la narración, con los gestos y repetición de las mismas palabras del Señor en la Ultima Cena. Esto era todo.

 

Pero, apenas la Iglesia se fue extendiendo, estas tres obras fundamentales se fueron rodeando de múltiples formas según las costumbres de cada pueblo, nacidas de los primeros obispos, que las vigilaban para que se mantuvieran fieles a la fe cristiana que se profesaba.

Fidelidad absoluta a la Palabra, sin mezcla de ningún error, transmitida por los Pastores. La predicación de la Palabra en la Eucaristía era imprescindible.

Nacieron Oraciones propias que surgieron de la misma Iglesia para expresar su fe. Y gestos, oraciones y prácticas que rodeaban la celebración de la Eucaristía, intocable en las palabras del Señor sobre el pan y el vino.

 

Las liturgias orientales en la celebración de la Eucaristía eran muy repetitivas y solemnes: gestos, incienso, oraciones y cantos que parecen no acabar nunca. En Antioquía y Jerusalén, la llamada de ‘Santiago’. En Alejandría, la de ‘San Marcos’. En Constantinopla, la de ‘San Juan Crisóstomo’ y la de ‘San Basilio’.

 

La romana era mucho más sencilla y austera. Milán y norte de Italia guarda la heredada de ‘San Ambrosio’ del cual parece que proviene la palabra Misa: misión, despedida. En Francia se usaba la Galicana, que era la antigua romana aunque acomodada a sus propias costumbres. En España, la visigótica, llamada mozárabe, era la misma romana, con modificaciones propias y que se hizo común en todo el pueblo. Inglaterra tenía también la suya.

Sin embargo, la romana se fue imponiendo en todo el Occidente, eliminando todas esas otras particulares, aunque hoy día persisten algunas locales, como la de Milán, usadas más bien como recuerdo junto con la romana universal.

 

La administración de la Comunión dentro de la Misa sufrió algunas variantes en estos siglos. Lo normal era recibirla de pie y en la palma de la mano. Recibirla todos los fieles en la boca fue práctica tardía. Ante los testimonios contradictorios, parece que había libertad en darla de una forma u otra. Se introdujo la costumbre entre las mujeres de recibirla en la mano cubierta con un pañuelito de lino, práctica que duró muy poco. Y los que no podían comulgar recibían la “eulogia”, un trocito de pan bendito.

 

Los otros Sacramentos, simples cuanto queramos en un principio, pronto se vieron rodeados de gestos o plegarias que explicaban y embellecían su administración.

 

El Bautismo, realizado en los principios por inmersión en el agua del río, en la piscina o en el mar, pronto se comenzó a practicar por infusión, y, a los enfermos, incluso por aspersión. Se construyeron pilas bautismales riquísimas como la de Letrán en Roma, en capillas apropiadas ornamentadas a veces con mosaicos bellísimos, como los de Ravena.

 

La Penitencia merece especial mención. Ya vimos lo rigurosa que era en tiempo de las Persecuciones Romanas con los apóstatas, igual que con los asesinos y los adúlteros. La penitencia pública siguió durante varios siglos. Pero se fue suavizando. En la Iglesia Oriental había en la Iglesia catedral un penitenciario, el cual escuchaba la confesión e imponía la penitencia correspondiente, pública si el pecado era público. Lo mismo hizo la Iglesia de Roma, aunque toda la Iglesia Occidental se mostró mucho más rigurosa. El obispo era quien absolvía y determinaba la penitencia; para los pecados gravísimos y públicos se imponía una sola vez en la vida. Los reincidentes quedaban excluidos para siempre de la Iglesia, y eran absueltos sólo en caso de muerte.

La penitencia pública solía cesar, para los arrepentidos, en el Jueves Santo, a fin de que pudieran celebrar la Pascua con toda la Iglesia.

En los siglos VI y VII, el oficio de confesor y en confesión privada, se encomendó a los monjes, que tenían sus listas de pecados a los que aplicaban la penitencia correspondiente a cada culpa. Así ha sido prácticamente hasta nuestros días, aunque sin las listas de los pecados para imponer la penitencia.

Una cosa hay que tener presente respecto de la Penitencia en la Edad Antigua. Ante las diversas herejías que negaban la absolución de algunos pecados como imposibles de ser perdonados, la Iglesia mantuvo siempre, de manera firmísima, que ella tenía potestad, recibida de Jesucristo, para perdonar todos los pecados, por gravísimos que fueran.

 

El Matrimonio, diríamos, se practicaba tal como se hace hoy, según las costumbres de los diversos pueblos. Pero la Iglesia tuvo desde estos siglos de la Edad Antigua unas normas fijas que se observaban con rigor, debido a muchas aberraciones paganas que debían desterrarse. Se establecieron impedimentos como el de consanguinidad, diversidad de religión, secuestro con promesa de matrimonio, compromiso religioso por votos, y otros.

Se mantuvo siempre la doctrina firme de la sacramentalidad del Matrimonio, y, por lo mismo, su carácter de indisoluble. En caso de adulterio, a la parte inocente se le permitía la separación, pero nunca la ruptura para contraer nuevas nupcias.

La celebración, con la manifestación del consentimiento, se hacía en la misma casa de los contrayentes, pero de allí se iba a la Iglesia en manifestación gozosa, unidos con lazos y con coronas de flores, para recibir la bendición nupcial y recibir la Comunión dentro de la Misa. Podía ser cualquier día, pero se acostumbraba celebrar el Matrimonio, para significar su carácter sagrado, en las fiestas más significativas.

 

Y ya que salen las fiestas. ¿Cuáles eran éstas en aquellos siglos primeros? Hasta la paz de Constantino en el 313, sólo se celebraba la Pascua. El año 336 aparece ya en Roma la Navidad y en Oriente el año 379. La Epifanía se celebró primero en Constantinopla, y de allí vino a Roma. Según el relato de la peregrina Eteria, hacia finales del siglo IV, ya se celebraba en Jerusalén el Domingo de Ramos en su forma triunfal. La Semana Santa quedaba entre Ramos y la Pascua, a la que seguía otra semana muy especial: la de los neófitos, los nuevos cristianos, que llevaban durante los ocho días hasta el domingo la túnica blanca del Bautismo. Las fiestas pascuales terminaban con la fiesta de la Ascensión y solemnidad de Pentecostés. En el siglo VII ya aparece la fiesta de la Santa Cruz el 3 de Mayo.

 

Pero el pueblo cristiano veía insuficientes estas fiestas, y nacieron las primeras de la Virgen, después que el Concilio de Éfeso la declarara como verdadera “Madre de Dios”, la “Theotókos. Cuatro fueron las más antiguas. Ya en el siglo IV, la Presentación en el Templo, llamada después de la Candelaria. La Asunción, la “Dormición”, en el siglo V. La Anunciación, en el siglo VI. Y la Natividad de la Virgen en el siglo VII.

 

La veneración de los Mártires es antiquísima, desde las mismas Persecuciones, y sus reliquias eran verdaderos tesoros, que los Papas daban como el mayor regalo a los misioneros que evangelizaron a los pueblos bárbaros para las iglesias que fundaban.

El 1 de Noviembre del año 609 el papa Bonifacio IV consagraba el Panteón de Roma como iglesia cristiana en honor de la Virgen María y de todos los Mártires, origen de la fiesta de Todos los Santos. Y vino espontáneamente también el celebrar la memoria de los Papas, obispos y otros cristianos que se habían distinguido por su mucha santidad.

 

Todo el culto fue acompañado siempre con oraciones e himnos propios de la Iglesia, independientes de lo tomado directamente de la Sagrada Biblia. Son de una riqueza enorme. San Ambrosio, por ejemplo, ya en el siglo IV, nos legó unos himnos latinos que han durado hasta nuestros días. La música propia de la Iglesia la dejó establecida San Gregorio Magno en el siglo VI con el llamado por eso canto gregoriano, con melodías celestiales, que parecen inspiradas por el mismo Espíritu Santo. Por algo dicen que Mozart decía que cambiaría toda su gloria musical por sólo un prefacio gregoriano…

Los monasterios fueron las grandes escuelas del culto cristiano, que era la ocupación primerísima del monje. Junto con la Misa conventual, la oración diaria se distribuía en siete horas, fijadas al fin en los Maitines u Oficio de Lectura; los Laudes al amanecer; Tercia, Sexta y Nona (9 am, 12 m y 3 pm), Vísperas al anochecer y Completas para acabar el día.

 

Centrado todo el culto en la Eucaristía y en el Oficio Divino, hacían de la vida cristiana una verdadera vida de oración, conforme a los consejos de Jesús y de San Pablo: “Es necesario orar siempre sin desfallecer”. “Sean constantes en la oración” (Lc 18,1 y Rm 12,12). La vida de la Iglesia, así entendida y practicada, era una comunicación constante con Dios.