12. Constantino y la paz de la Iglesia

12. Constantino y la paz de la Iglesia

Después de tanta persecución vino la paz. El año 313 marca un hito señalado de lo más importante en la Historia de la Iglesia. Mucha luz con algunas sombras. Vale la pena tener presente el desarrollo de este siglo cuarto, al cual habremos de volver más de una vez en lecciones posteriores.

 

Desde Nerón el año 64 hasta Diocleciano y Galeno en 311, fueron para la Iglesia 247 años terribles. Con largos periodos de paz, pero siempre por ley ─“los cristianos no deben existir”─ en estado de persecución bajo el Imperio más potente que ha existido. Hasta que Constantino, hijo de Constancio Cloro, y de su esposa Elena ─reconocida después por la Iglesia como Santa Elena─, quedó único Emperador de Occidente, una vez vencido su opositor Majencio, elegido emperador por los pretorianos. La batalla entre los dos se libró en el puente Milvio de Roma. Uno y otro contaban con fuertes tropas, y parece que las mejores estaban a favor de Majencio.

 

Pero, aquí vino el asunto de la intervención del Dios de los cristianos. Constantino, pagano, pero bien educado religiosamente, estaba convencido de un Ser Supremo. ¿Y no sería éste el Dios de los cristianos?… Los escritores Eusebio, a quien Constantino se lo declaró con juramento, y Lactancio, lo narran cada uno a su manera. Siempre se ha contado según la versión de Eusebio. Antes de la batalla, Constantino vio sobre el horizonte el resplandor de una cruz, y por la noche tuvo un sueño-visión mientras escuchaba las palabras griegas: “Tuto nika”: “con esta señal vencerás”, insignia que hizo grabar en su estandarte. Mucho más sobrio, Lactancio se limita a decir que Constantino, pensando en el Cristo que adoraban los cristianos, hizo grabar en los escudos de sus soldados el anagrama de Cristo: la X con la P sobrepuesta, “Xristós”, también en griego.

¿Aceptamos semejante tradición? ¿Es pura retórica, una bonita leyenda?… Tanto Eusebio como Lactancio son muy serios. Y hoy se mantiene que sí, que algo de intervención divina hubo en el desarrollo de los acontecimientos. El caso es que Majencio fue vencido y murió ahogado en el Tíber, mientras que Constantino quedaba único Augusto de Occidente.

 

Y vino lo de Milán el año 313. Allí se reunía con Licinio, el Augusto de Oriente, sucesor de los terribles perseguidores Diocleciano y Galerio. Los dos Augustos dieron la paz a los cristianos. Su religión era admitida como religión de pleno derecho en el Imperio. He aquí algunos textos que se han conservado del famoso decreto:

“Nos ha placido abrogar absolutamente todas las restricciones acerca de los cristianos, restricciones odiosas, indignas de nuestra clemencia, y dejar pura y simple libertad a los que quieran practicar la religión cristiana. Hemos dispuesto además que los locales donde solían reunirse se les devuelvan gratuitamente a los cristianos, si alguno hubiese sido incautado por nuestro fisco o por algún particular. De este modo, el favor divino que en circunstancias tan graves hemos comprobado, continuará favoreciendo nuestras empresas para el bienestar público”.

 

Por parte de Constantino en Occidente, esta paz fue total y definitiva. Pero Licinio, una vez regresado a sus dominios de Oriente, desató una persecución sin igual contra los cristianos, en nada diferente a la de Galerio en los años anteriores.

Hubo multitud de mártires. Quizá los más señalados son los Cuarenta de Sebaste, que tienen una historia bellísima. Soldados de la Legión Fulminata, o del Rayo, se negaron a dar el culto a los dioses paganos, y fueron condenados a un suplicio terrible: en rigurosísimo invierno de Armenia en el Asia Menor, el lago que alimentaba las termas de toda ciudad romana formaba una capa sólida de hielo, y a él fueron lanzados desnudos en plena noche para morir allí congelados. Hay varias noticias legendarias, pero, aparte de Eusebio en su Historia, predicaron este martirio los Santos de aquella tierra, Efrén, Basilio y Gregorio de Nisa. Todos los condenados eran jóvenes, y escribieron cartas de despedida a sus padres, a sus novias, a sus esposas. Dicen algunas tradiciones de este martirio, que la plegaria de todos ellos era: “Cuarenta hemos entrado, que los cuarenta seamos coronados”.

 

Valga este martirio, acompañado por el de San Blas, obispo de la misma Sebaste, como muestra para saber lo que fue la persecución del último Augusto en Oriente, infiel al decreto de Milán firmado por él mismo. Constantino le plantó batalla a Licinio en Tracia, lo derrotó, y desde entonces, el año 323, quedaba Constantino único dueño de todo el Imperio Romano. Gran político, se dio cuenta de que el cristianismo no podía ser vencido, cuando supo sobrevivir y crecer cada día en medio de tales persecuciones durante tantos años. Era mejor aprovechar la inmensa fuerza moral que ofrecía.

 

Constantino favoreció a la Iglesia de todos los modos que tenía a mano. Ha sido siempre creencia que dio al Obispo de Roma, entonces el papa San Silvestre, su palacio de Letrán, y que edificó las primeras basílicas de San Juan en Letrán, de San Pedro en el Vaticano y de San Pablo en la Vía Ostiense; asimismo, las del Nacimiento en Belén y la del Santo Sepulcro en Jerusalén. Emperador único, prefirió dejar Roma y fijar su residencia en Bizancio, adonde trasladó la sede del Imperio Oriental. Construyó una ciudad bellísima, que lleva su nombre de “Constantinopla”, convertida en una nueva Roma y completamente cristiana. Es la actual Estambul. La inauguró el año 330, donde residió hasta el 337, cuando, sintiéndose mal, se trasladó a su villa imperial cerca de Nicomedia en el Asia Menor, donde murió, el día de Pentecostés, dos meses después de haber recibido el bautismo.

 

Hay que decir que Constantino fue un hombre providencial para la Iglesia, cuya historia cambiaba desde este momento radicalmente. La favoreció en todo, con todos los derechos civiles. Aunque no fue en todo muy acertado. Se consideraba el “obispo de fuera” para intervenir en todos los problemas y cuestiones, dejando a los obispos “de dentro” el definirse en la doctrina y el gobierno. Pero, al meterse en todo el emperador, él y sus sucesores, por buenos que fueran, hicieron que de su proceder naciera el “cesaropapismo”, fatal a lo largo de toda la Historia de la Iglesia en las diversas formas que irá tomando, es decir, la ingerencia del poder civil en la vida de la Iglesia, a la que quitaban y quitarán durante siglos su independencia, absolutamente necesaria para cumplir su misión divina.

 

Repartido el Imperio entre los hijos de Constantino, el año 350 quedó todo en manos de Constancio, cristiano convencido, bueno por sus golpes contra el paganismo, pero desastroso por su apoyo total a los herejes arrianos, de los que habremos de hablar más adelante. Hay que pensar que el Imperio seguía en su inmensa mayoría pagano, aunque la Iglesia hubiera hecho grandes progresos.

 

Y se llegó al año 361, cuando quedó emperador el primo de Constancio, Juliano el Apóstata, llamado así porque renegó de la fe, volvió al paganismo total, y hubiera sido terrible para la Iglesia de no haber durado tan poco su gestión. Conocía muy bien la historia anterior, y no declaró ninguna persecución sangrienta contra la Iglesia, aunque hubo mártires porque las turbas sabían que no les iban a pedir cuentas por matar a algunos cristianos. Con malicia diabólica, fue destruyendo la obra de su tío Constantino y de sus primos a favor de la Iglesia, a la que él declaró guerra total con armas peores que la espada.

 

Había que acabar con los “galileos”, los seguidores del “Galileo”. Restituyó todo el culto pagano. Se ganó a los judíos, a los que animó a la reconstrucción del Templo de Jerusalén, para dejar fallida la profecía de Jesús. Leyendas aparte, los escritores más serios de entonces aluden a la visión de una cruz luminosa que apareció en el cielo  ─¡contra ella no iba a poder!─, y las obras del Templo, por avanzadas que estuviesen, acabaron en un fracaso.

 

La restitución del culto pagano a Apolo de Dafnes en Antioquía le costó cara. Nadie le respondió. Al contrario, los muchísimos cristianos de la ciudad organizaron una imponente manifestación en la que recitaban para ridiculizarlo salmos de la Biblia, como el 113: “Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano del hombre. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen narices y no huelen”. Para acabar, por si lo quería entender, seguían con el salmo 96: “Se avergüenzan los que adoran ídolos, los que se glorían en puras vanidades”. Al emprender Juliano la campaña militar contra Sapor de Persia, le alcanzó una saeta de la cual murió. Es leyenda el grito que lanzó al verla clavada en sus carnes, pero expresa la idea que se formaron de él los cristianos: “¡Venciste, Galileo!”…

 

Después de diversos emperadores, el general Teodosio ─proclamado por sus soldados el año 379─, fue emperador de Oriente, donde, con decreto tras decreto, aniquiló por completo oficialmente al paganismo. En el 394 quedó único soberano de todo el Imperio, de Oriente y Occidente. Superando el edicto de Constantino del 313, que daba libertad de cultos, declaró fuera de ley al paganismo y establecía religión oficial del Estado al cristianismo. El triunfo de la Iglesia a lo largo del siglo IV fue total.

Teodosio murió en el 395. El Imperio se lo dividieron sus dos hijos: Arcadio el Oriente en Constantinopla, y Honorio el Occidente en Roma. El de Oriente durará hasta 1.453 cuando Constantinopla caiga en manos de los otomanos, y el de Roma hasta el 476 bajo el rey bárbaro Odoacro. El Imperio Romano habrá dejado de existir para dar paso a la nueva sociedad formada por la Iglesia.