118. La Ilustración (I)

118. La Ilustración (I)

Llega un momento en el que la sociedad europea cifra su ideal en el grito de Voltaire: “¡Aplastar al infame!”, el cual no es Jesucristo, como se dice muchas veces, sino la Iglesia: esa infame y vergonzosa lacra del mundo. Esto pretenderá la Ilustración, el Iluminismo, la Enciclopedia… Es la dura realidad del siglo XVIII.

 

Miremos de entender lo que es el Iluminismo, moderado en un principio y radicalísimo después. Fue la apostasía de la inteligencia, que dejaba a Dios y se volvía al hombre, el cual quedaba como centro de todas las cosas. El hombre se convirtió así en un ser indiferente, en un escéptico religioso, que centró la ciencia en la negación de Dios y la llevaba después a la práctica prohibiéndole a Dios toda intervención en la vida, en la privada como en la social. El hombre se constituyó en el punto hacia el cual convergía todo. Con el Iluminismo se admite la religión natural, con la razón que está sobre ella, pero se niega toda revelación sobrenatural de un Dios que esté por encima del mundo. Y como la Iglesia es la que enseña todo lo contrario ─un Dios que se ha revelado y da su ley al hombre─, hay que acabar con ella. Se la tolerará mientras respete los derechos del hombre, como la filantropía y la fraternidad, las cuales están por encima de la fe.

 

Con todo lo anterior, hemos dicho mucho y nada. ¿Dónde nacieron estas ideas? Hay que empezar por Inglaterra, que las pasó a Francia, la cual las esparció por toda Europa. Los ingleses montaron su propia filosofía. Sin citar nombres que nos aburrirían, vienen a decir entre todos ellos que la fe revelada y la ciencia son distintas; las ciencias naturales que nos hacen ver y palpar las cosas, hacen inútil el misterio escondido de la religión revelada, y así el hombre se convierte en ateo. Y si se admite una religión, es puramente natural, un sentimiento del hombre, un deísmo que niega al Dios personal, aunque se siga practicando el culto y se espere una recompensa, buena o mala, según dicta la propia conciencia. Sin creer en Dios, una persona puede ser honesta y virtuosa.

 

Estas ideas nacidas en Inglaterra pasaron a Francia donde se desarrollaron con facilidad pasmosa y donde tomaron más bien el nombre de Ilustración, difundidas sobre todo por la obra de la Enciclopedia. Hay que decir que, más que filósofos profundos, en Francia encontraron estas ideas, junto con una lengua que estaba de moda en los salones de la alta sociedad, hombres ilustrados, brillantes, escritores de mucha elegancia. Le prestó un gran favor a la Ilustración el enfriamiento religioso, la inmoralidad y la frivolidad reinante en la corte francesa, cuya piedad era también muy ficticia. Aunque los monarcas eran católicos, con reyes más serios no hubiera crecido tanto la Ilustración. La misma Iglesia, víctima de la Ilustración descarada y mordaz, no se le opuso con valentía, pues flotaban en el ambiente el jansenismo, el quietismo y un notable enfriamiento de la piedad.

Por otra parte, la Ilustración fomentaba cosas dignas de encomio, como la cultura en el pueblo, el mejoramiento material de las ciudades, el florecimiento de las artes. Todo esto merecía elogio, pero tendía una cortina sutil ante ojos menos perspicaces para comprender todo el mal que encerraba la nueva filosofía deísta y atea.

 

Francia, nación católica, fue el terreno abonado para el desarrollo de las nuevas ideas tan fatales para la sociedad y en particular para la Iglesia. ¿Con qué medios contaron para su siembra? Aparte de los grandes escritores que veremos en la lección siguiente, cabe apuntar estos dos: la prensa y los salones de la alta sociedad.

La prensa, con libros populares, folletos, hojas sueltas, impresos muchos de ellos clandestinamente ─pues las autoridades no permanecieron pasivas─, invadió todos los estamentos de la sociedad. Cualquiera que se las tiraba de moderno, en especial maestros, abogados, jueces y otros profesionales, y todos los que tenían algo de facilidad para escribir, difundían sus ideas entre el pueblo medio y sencillo, que no podía adquirir las grandes obras de biblioteca, y el mal que hacían era incalculable, pues no tenían quien pudiera contradecir semejantes errores, aunque los odiados jesuitas, cerca ya de su injusta supresión, hicieran lo que estaba en su mano, poca cosa ante la inundación que soltaba el enemigo.

Los salones de la alta sociedad fueron también un reducto donde se cocinaban los mejores platos anticristianos. Solían ser los de damas distinguidas, y en ellos se reunían los personajes más notables, filósofos, poetas, científicos, cortesanos elegantes, clérigos aseglarados, cualquiera que podía lucir algo, para comunicarse las ideas más atrevidas que las autoridades no podían controlar. Era todo un privilegio para escritores noveles el poder ser presentados en cualquiera de estos salones: allí aprendían la peor doctrina y se codeaban con los poderosos que les ayudarían para sus atrevidas publicaciones. Aquellos salones, sin darse cuenta, con sus inmoralidades, diversiones, lujo y críticas mordaces contra la autoridad y la Iglesia, estaban preparando su propio cadalso ante la Revolución que ya se echaba encima.

 

La Masonería. Para colmo de males, en este siglo XVIII, la del apogeo de la Ilustración, surge en Inglaterra la masonería, fundada en Londres el año 1717, a la que dictó sus estatutos el pastor anglicano James Anderson, y en los cuales se exige al masón la fe en un Dios, en un “Arquitecto” del mundo, pero no precisamente el Dios personal que se reveló en Cristo. La masonería se extendió rápidamente por todas las naciones de Europa; su ideal deísta se convirtió en ateísmo, mientras que la filantropía y la fraternidad universal pasaron a ser lucha abierta contra la sociedad y más que nada contra la Iglesia.

Hay que dejarse de leyendas, expresamente fomentadas por la masonería, de que vienen desde los antiguos constructores del Templo de Salomón, etc. etc. Sí que proceden de los gremios medievales (lección 67), especialmente del de los constructores, y que eran auténticamente cristianos, como se les mandaba expresamente: “Tu primer deber es que seas fiel a Dios y a la Iglesia y que te guardes de errores y herejías”. Así era antes. Pero los masones que ahora nacían eran todo lo contrario.

La masonería se pone además al servicio de una religión natural, oculta los verdaderos fines que persigue, quiere una religión aséptica universal basada en la fraternidad, pero con unos hermanos que son únicamente los masones, a los que prestan esa ayuda que ellos pregonan de manera tan singular. Los librepensadores franceses se refugiaron astutamente en la masonería, que los aceptó en sus logias, empezando por Voltaire, admitido en la Logia por Lalande, y a quien Helvetius entregó el mandil conservado después como reliquia.

Contra todo lo que a veces se dice, la masonería no nació de los judíos; nació de la Inglaterra protestante y fue orientada por los pastores James Anderson y Teófilo Desaguliers, además del arquitecto Payne, aunque los judíos se adhirieron a ella muy pronto hasta adueñarse de muchas logias.

Se sabe bien que la masonería consta de grados diversos. Los de máxima categoría y que dan las órdenes y consignas inapelables no los conoce nadie porque no aparecen nunca. Y los de segundo orden son los que se manifiestan aparatosamente con sus mandiles, banquetes e insignias en actos sociales al parecer intrascendentes.

Los masones deben ser personas socialmente honestas y honradas, aunque sin nada de religión revelada por Dios, sino la que cada uno quiera, con tal que sea una religión naturalista, la cual debe suplantar a las demás religiones. Nació aceptando el deísmo de los librepensadores de la época, el indiferentismo con apariencias de una religiosidad engañosa, y, con su típico secretismo, en guerra solapada y continua a la Iglesia Católica. Los masones saben de sobra que no pueden acabar con la Iglesia, pero si algún fin religioso se proponen es descristianizar el mundo, oponiéndose a todo lo divino que la Iglesia Católica profesa.

La Iglesia se dio pronto cuenta del mal, y Clemente XII, muy bien informado, con la bula In eminenti fue el primer Papa que en 1738 condenaba con toda severidad a esa secta “formada en una sociedad secreta y cerrada con leyes y estatutos propios que ofrecen una apariencia de moralidad natural, imprimiendo a los socios un secreto impenetrable, confirmado con juramento sobre la Biblia y bajo la amenaza de tremendos castigos, para todo aquello que se trate en sus juntas y reuniones” (Saba-Castiglione, Historia de los Papas, Clemente XII). El Papa decretó contra los miembros de la masonería la excomunión. Y lo mismo hicieron con bulas expresas varios Papas después, hasta que el Derecho Canónico de 1917 declaraba expresamente excomulgados a todos los que se afiliaban a la masonería. El actual Derecho ha quitado esta excomunión automática, pero la Congregación de la Fe el 17 de Febrero de 1981, y lo ratificó el 26 de Noviembre de 1983, por mandato del papa Beato Juan Pablo II, aclaró: “El juicio negativo de la Iglesia sobre las asociaciones masónicas se mantiene sin cambios ya que sus principios siempre se han considerado irreconciliables con la doctrina de la Iglesia y por lo tanto se continúa prohibiendo ser miembro de ellas. Los fieles que se inscriben en asociaciones masónicas están en estado de pecado grave y no pueden recibir la Santa Comunión”. No los excomulga el Derecho porque son ellos mismos los que se excomulgan de la Iglesia. 

 

La persecución contra la Iglesia en el siglo XVIII es muy peculiar y significativa. No la atacaron sus enemigos con derramamiento de sangre; la toleraban, convivían bien con ella, la alababan cuando les venía bien; pero la ridiculizaban, la denigraban, sembraban sospechas contra ella, hacían correr sobre todas sus prácticas chistes divertidos que duran hasta nuestros días, la dejaban mal a todas horas, y metieron en la sociedad una religión natural, fundada en la razón, con lo cual negaban todo orden sobrenatural revelado por Dios. Entonces, la Iglesia resultaba inútil, ya que su fuerza está en asegurar la divinidad de Jesucristo su Fundador.