11. Los Magos, los Inocentes y Egipto

11. Los Magos, los Inocentes y Egipto

Solo Mateo nos trae el singular hecho de los Magos, tan adentrado en la mente y devoción del pueblo cristiano. Es lo más seguro que, nacido Jesús y dejada la cueva, José determinó establecerse fijo en Belén, donde se hizo con casa propia o alquilada de momento. Pasaron varios meses desde la Presentación en el Templo cuando se alborotó Jerusalén de manera inusitada. Unos hombres buenos, astrónomos que estudiaban las estrellas, observaban el firmamento y hacían o interpretaban profecías por el movimiento de los astros, y a los que daban el nombre de “Magos”, se presentaron de improviso en Jerusalén preguntando con la mayor naturalidad:

-¿Dónde está el recién nacido rey de los judíos, pues hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo?”.

 

El revuelo fue enorme. Los sumos sacerdotes supieron lo de Zacarías al reintegrase en el culto, y permanecieron indiferentes; a los betlemitas del censo, que oyeron lo de los pastores y hablaron en Jerusalén,  no  les  hicieron  ningún  caso;   Simeón  y  Ana  hablaron

maravillas del niño Jesús ante muchos testigos en el mismo Templo donde enseñaban los doctores de la Ley, y los dirigentes del pueblo no prestaron ninguna atención. Pero lo de estos Magos venidos del Oriente, la actual Persia, tenidos por sabios y como gente importante, ya era otra cosa.

 

Lo malo fue que en Jerusalén nadie sabía nada de un posible rey y en ninguna parte se había celebrado el nacimiento de un heredero del trono que sostenía con mano de hierro el viejo Herodes, el cual podía dejar como sucesor a uno de los numerosos hijos que había tenido de varias mujeres.

¡Qué fracaso, un viaje tan largo y para nada!, debieron pensar los ilustres visitantes. No se sabe cuántos formaban la comitiva. Siempre se ha hablado de tres, y a los que se les ha puesto también los nombres de Melchor, Gaspar y  Baltasar.

 

En Jerusalén no se hablaba de otra cosa, y el astuto rey Herodes fue quien tomó más en serio el asunto. Hay que saber quién era Herodes.

Empezó su reinado haciendo matar a más de cuarenta y cinco nobles de Jerusalén que no le simpatizaban, y, por simples sospechas contra su trono, había regado de sangre las estancias de su palacio. Hizo matar, ahogándolo en Jericó, a su cuñado el sumo sacerdote Aristóbulo; después, a su tío José; mató a Mariamme, su esposa adorada, y por la cual después casi llegó a enloquecer, pues iba llamándola a gritos por todas partes; le siguió asesinada su suegra Alejandra; hizo venir de Roma a sus dos hijos Alejandro y Aristóbulo, a los que también liquidó pronto, y, finalmente, pocos días antes de su propia muerte, mandó matar a su hijo Antípater.

Como era un rey súbdito de Roma, para ejecutar a sus hijos hubo de solicitar el permiso del emperador César Augusto, el cual, sabiendo que los judíos no pueden comer carne de cerdo, comentó con gracejo: “Trae más cuenta ser cerdo que ser hijo de Herodes”.

 

Así  era  Herodes,  y  ahora  venían  estos  Magos  diciendo  que el

Mesías rey estaba no a las puertas sino metido ya entre sus propios súbditos. Por lo tanto, a tomar las medidas necesarias. Llama a los doctores de la Ley, y les pregunta con curiosidad:

-¿Dónde tiene que nacer el esperado Mesías?

Y los escribas, sin discurrir ni un segundo, pues sabían más que de memoria la profecía de Miqueas, le contestan:

-¡En Belén!, pues así está escrito: “Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de Judá, pues de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel”.

Herodes satisfecho con el aplomo de los doctores, habla en secreto a los Magos, y les encarga con criminal candor:

-Sí, es cierto; en Belén tiene que estar el futuro rey de los judíos. Vayan, averigüen cuidadosamente qué hay del niño, y vengan con buenas noticias, pues yo también quiero ir a adorarlo. Traigan sobre todo la información del tiempo en que les apareció a ustedes la estrella, a ver si coincide con el nacimiento del niño. Me dicen que hace unos meses, ¿no?…

 

Los inocentones Magos respiraron, porque creyeron al rey, y emprendieron la marcha en pleno día, aunque, como se acostumbraba en Oriente, pudieron caminar de noche hacia la cercana Belén. A mitad del camino, un grito de alegría inmensa:

-¡La estrella! ¡La misma que vimos en el cielo de nuestra tierra!…

Y la estrella se posó encima de la casa que buscaban con afán:

-¿Aquí? ¿Este es el palacio del gran rey?… Pero no dudaron un instante. Ellos no se daban cuenta de que la estrella que les guiaba era su fe, infundida por el Espíritu Santo. Entran en la casa, tan humilde, y en brazos de su madre ven a un niño precioso de verdad. Nuevo asombro de María y de José:

-Pero, ¿cómo lo han sabido? ¿Y de tan lejos vienen a adorarlo?

 

Aún no había pronunciado María esta palabra cuando los insignes visitantes  ya  estaban de rodillas ante aquel chiquitín que les sonreía de manera arrebatadora. María se lo puso en sus manos, y ellos lo besaban, lo acariciaban. Ni los Magos ni María supieron entonces lo que nosotros sabemos muy bien: eran los primeros besos que Jesús recibía del mundo gentil, los del mundo pagano, los nuestros. Jesús no venía al mundo solo para los judíos, como los pastores, Simeón y Ana, sino para el mundo entero. María, cumpliendo su misión de dar su Jesús a todos, lo ponía en las manos de todos por igual.

 

Cumplida la adoración, los Magos hicieron lo obligado en la visita a un rey para significar su devoción y vasallaje voluntario: le ofrecieron los regalos que le traían, y en tres valiosos cofres le brindaban oro, incienso y mirra, dones muy apreciados en el antiguo Oriente. No lo dice el evangelista, pero cae de su peso el suponer lo que ocurriría en el pueblecito de Belén donde todos se conocían: “¿Quién puede ser este niñito?”. Antes, los pastores; ahora estos importantes Magos.

Como judíos y persas hablaban el arameo, todos pudieron pasar el día en conversación animada. Llegó la noche, y a dormir. Sólo que en sueños les vino la voz de Dios a los Magos:

-Sin pensar en volver a Herodes, regresen a su tierra por otro camino. ¡Pronto!…

 

Y Dios hizo con José lo mismo que con los Magos, quizá uno o dos días después, porque corría prisa, ya que Herodes tenía guardia secreta muy entrenada, la cual debió ir a Belén detrás de los Magos. Y Dios le comunica en visión nocturna:

-Toma al niño y a su madre, marcha a Egipto, y quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.

No le costó mucho a José dejar encomendado lo que tenía en Belén hasta que volviera. De noche, que era lo más discreto, emprendió la marcha hacia Egipto.

 

Hasta que vino lo impensado por todos, pero muy pensado por Herodes, el cual estaba en Jerusalén demasiado pendiente del pueblecito de Belén: ¿Y esos Magos, por qué no vienen?… Dándose cuenta de que se habían burlado de él, llama al jefe de su guardia, y le ordena:

-Aquellos magos dijeron que habían visto la estrella hace algunos meses: aseguremos bien el golpe, y maten a todos los niños de dos años para abajo en Belén y sus alrededores. Pronto, y que no quede ni uno.

La tragedia fue espantosa. Sorprendidas de repente todas las casas, nadie pudo esconder a un chiquitín, y en un solo día, por pocos que fueran los habitantes de Belén y contornos, murieron con un simple tajo de espada en el cuello varias decenas de niños inocentes arrancados de los brazos de sus madres. Solo se escapó uno, el que Herodes buscaba.

 

Nada nos cuenta Mateo ni del viaje ni de los meses que hubo de durar la estancia de la sagrada Familia en Egipto, pero la historia y la geografía nos dan una pista fiable del todo. Teniendo como lo más seguro que Jesús nació a finales del año 748 de Roma, y que los Magos vinieron al cabo de unos meses, hay que decir que la huída a Egipto debió ser hacia mediados del año 749, y que la estancia se prolongó hasta Marzo o Abril del 750, fecha en que murió Herodes. ¿Y qué camino escogió José para el viaje? Lo más probable es que de Belén bajaron hacia Hebrón, y, sin entrar en ella, se dirigieron a Gaza donde entraron en el camino Via Maris, la ruta de las grandes caravanas que bordea el litoral del Mediterráneo, aunque por prudencia pudo escoger otra vía menos cómoda, pero que les llevaba directamente a la estepa y después al espantable desierto de pura arena.

 

Al cabo de dos a tres jornadas, dejado el Negueb y entrados en Egipto, ya estaban lejos de la furia de Herodes. Unas tres jornadas más hacia el delta del Nilo, y se hallaban en Polusio, obligado lugar de paso. Y de allí, ¿a dónde?… Nada se sabe. Pero debieron fijarse en una ciudad donde hubiera alguna colonia judía fuerte, y ésta pudo ser Leontópolis, a unos 32 kilómetros de El Cairo.

 

Pobres como eran, los regalos de los Magos, bien vendidos, fueron un gran alivio en medio de las muchas privaciones de los primeros días. Como auténtico judío, José era listo y buen trabajador, de modo que no debieron ser de mucha penuria los diez u once meses que los tres pasaron en el destierro. Ateniéndonos a las fechas más probables, fue en Egipto donde María y José tuvieron las mayores alegrías que da el hijito venido al hogar. Aquí Jesús dio los primeros pasos y pronunció las primeras palabras, “Abbá, Aimá”, papá, mamá, que llenaron de felicidad a sus padres.

 

Hasta que en una noche vino otra vez la voz de Dios con la mejor noticia:

-José, toma al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.

De nuevo a cargar en el asno las vituallas del hogar, y a desandar apresuradamente con gozo el camino emprendido hacía casi un año con tanta preocupación. Entrados en Judea, esta vez toma con seguridad el mejor camino, el Via maris, se entera de que en Judea gobierna Arquelao, un hijo de Herodes con fama de la misma crueldad que su padre, pues, si hemos de creer al historiador Josefo, judío de los mismos tiempos de Jesús, nada más subido al trono hizo matar a unos tres mil hombres que podían levantarse contra él.

Y es que Herodes en su testamento había dejado dividido su reino en tres partes para tres hijos suyos: Judea, Samaría e Idumea para Arquelao; Galilea y Perea se la dio a Herodes Antipas, y a Filipo le dejaba en el norte Iturea y Traconítide. Desde Roma, el emperador César Augusto aprobó el testamento de Herodes.