11. La persecución literaria. Los apologistas

11. La persecución literaria. Los apologistas

No sólo las espadas, los potros, los flagelos, las sillas de hierro rusientes, las cruces y las fieras ejercieron su triste oficio durante las Persecuciones Romanas. La pluma de los detractores fue terrible. Ante ellos, se levantaron los Apologistas, sabios y valientes defensores de la fe cristina.

 

¿Quiénes eran los apologistas, que llenan una lección muy importante en la historia de las Persecuciones? Los cristianos eran perseguidos, juzgados y ajusticiados por la ley existente desde Nerón, y que recordamos muy bien: “Los cristianos no deben existir”. Ahora bien: Los emperadores se atenían a ella, aunque algunos de ellos, los mejores, o no la aplicaron o la suavizaron en lo posible, como Trajano, Adriano, Antonio Pío y Marco Aurelio.

Los Gobernadores eran peores, pues habían de complacer al pueblo, que reclamaba a gritos la ley para divertirse en el circo, e iba movido por la creencia de los crímenes que se atribuían a los cristianos. Porque los cristianos eran, según los historiadores paganos: unos “criminales infames” (Tácito); “criminales conforme a su nombre” (Plinio); gente “malvada”, peligrosa para la religión romana (Suetonio).

Los cuatro crímenes conocidos por todo el vulgo eran: el ateísmo, porque no creían en los dioses paganos; el infanticidio, porque mataban a niños en sus conciliábulos; el canibalismo, porque se comían a ese niño sacrificado en sus actos de culto; la inmoralidad sexual, especialmente el incesto, a la que se entregaban acabadas sus funciones sagradas nocturnas.

 

La primera acusación iba contra los cristianos porque despreciaban la idolatría pagana. El ateísmo era tal, dice el pagano Cecilio, personaje del apologista Minucio Félix, que “oigo decir que por una persuasión estúpida, adoran como cosa sagrada la cabeza de la bestia más torpe, el asno”. Y, efectivamente, se ha encontrado imagen, muy conocida en tantos libros de Historia, de cristiano adorando a Cristo clavado en la cruz con cabeza de asno, y con la leyenda en griego: “Adorando al dios verdadero”.

 

Por rumores vagos que tenían de la Eucaristía, dice el mismo Cecilio sobre el infanticidio y la antropofagia: “Al que va a iniciarse en sus ritos se le pone delante un niño pequeño, cubierto de harina, con lo que se engaña a los incautos. El novato, invitado a descargar unos golpes que tiene por inofensivos gracias a la capa de harina, mata al niño con heridas ocultas. Así muerta la criatura, todos, ¡qué horror!, lamen ávidamente su sangre y se distribuyen a porfía los miembros. Con esta víctima sellan su alianza; la conciencia de este crimen es prenda del mutuo silencio”.

¿Y qué sigue diciendo Cecilio sobre la inmoralidad sexual? Leamos: “Conocido es el banquete que celebran; de él habla todo el mundo. En día fijo se juntan a comer con todos sus hijos, hermanos y madres. Allí no hay distinción de sexos ni edades. Después de bien hartos, cuando los convidados entran en calor y el vino ha excitado entre aquellos ebrios el fuego de la pasión incestuosa, echan un pedazo de carne a un perro que tienen allí atado a un candelero más allá del alcance de la cuerda, y el animal salta impetuosamente. Derribado así el candelero y apagada la luz que pudiera ser testigo, entre impúdicas tinieblas se unen al azar de la suerte y con torpeza inconfesable”.

 

Ante calumnias como éstas y tantas más, de escritores paganos como Frontón o Celso, el peor de todos, surgieron los apologistas cristianos, cultos, literaria y filosóficamente bien preparados, que escribían en defensa de la Iglesia así perseguida. Sus escritos los dirigían a los emperadores y gente distinguida, que no se creían tan fácilmente semejantes estupideces. Entre estos apologistas destacan San Justino, filósofo judío convertido; Minucio Félix, con su Octavius, en el que trae los párrafos anteriores puestos en boca del personaje pagano Cecilio; Lactancio; y, destacado como ninguno, el africano Tertuliano, abogado brillante, de pluma acerada, aunque tuvo la desdicha de pasarse a la secta montanista, de conocido rigor moral, y desde el 220 no apareció más en la Iglesia.

 

Celso, filósofo distinguido, si no fue el inventor de esas acusaciones descritas antes, fue su más acérrimo propagador, pues Orígenes escribió contra él de manera muy fuerte:

“Celso, al afirmar que los cristianos llaman “maldito” a Dios, tiene los intentos más malvados que cabe imaginar, como nacidos del odio que nos profesa, indignos de un filósofo. Me parece que Celso obra de modo parecido a los judíos al principio del cristianismo; eso de que, tras sacrificar un niño, nos repartimos sus carnes, y, acabada la ceremonia, se apagan las luces y cada uno se une con la primera que encuentra”. Esta calumnia, por absurda que parezca, se metió bien honda entre el vulgo, aunque San Justino alaba a su personaje Trifón, judío, haciéndole decir: “Todo eso que el vulgo rumorea no merece fe alguna, como aberraciones enormes de la naturaleza”.

 

Por poner un ejemplo de cómo respondían los apologistas cristianos a esas calumnias, valga por todas la contestación de San Justino cuando describe, en un párrafo célebre, cómo se celebraba el domingo (al que llama “día del sol” para ser entendido por los paganos) la reunión cristiana de la Palabra, de la Oración, de la Eucaristía: “El día llamado del sol se tiene una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en las ciudades o en los campos, y se leen los comentarios de los Apóstoles o las Escrituras de los profetas. Luego, cuando el lector ha acabado, el que preside exhorta a la imitación de estas cosas excelsas. Después nos levantamos todos a una y recitamos oraciones; y cuando hemos terminado de orar, se presenta pan, vino y agua, y el que preside eleva, según el poder que en él hay, oraciones con acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo: ¡Amén! Y se da y se hace participante a cada uno de las cosas eucaristizadas, y a los ausentes se les envía por medio de los diáconos”. Pasa a describir la caridad, también ridiculizada por los paganos: “Los ricos que quieren, cada uno según su voluntad, dan lo que les parece, y lo que se reúne se pone a disposición del que preside y él socorre a los huérfanos y a las viudas, y a los que por enfermedad o por cualquier otra causa se hallan abandonados, a los encarcelados, a los peregrinos, y, en una palabra, él cuida de cuantos padecen necesidad”.

 

Sin pretenderlo, en los tribunales se convertían los mártires en apologistas magníficos, pues respondían valientes deshaciendo las calumnias de que se les acusaba. Ya conocemos a los Mártires de Lyón, entre los cuales está Biblis, una de aquellas que renegó primero, pero que se arrepintió después y volvió a presentarse como cristiana. Aludiendo a las carnes sacrificadas a los ídolos, vendidas después en el mercado, y que los cristianos no comían por delicadeza de conciencia, echó en cara al tribunal: “¿Cómo podemos los cristianos comer a los niños, si ni tan siquiera comemos la sangre de los animales irracionales?”…

 

Entre los mismos paganos se daban testimonios muy favorables a los cristianos. Es célebre lo que escribió Galeno, el médico más famoso de la antigüedad:

“Los cristianos están hechos a cosas que no desdicen de cualquier verdadero filósofo. Es cosa que tenemos ante nuestros propios ojos cómo desprecian la muerte, y lo mismo cómo, llevados de su pudor, se abstienen del uso de la sexualidad. Y así hay entre ellos hombres y mujeres que se abstienen de por vida de toda unión sexual. Y los hay también que en la dirección y dominio de sus pasiones, y en el más duro empeño de la virtud, han adelantado tanto que no van en nada a la zaga de los que profesan de verdad la filosofía”.

Eso, dicho por un pagano. Y ante las inmoralidades que se contaban de los cristianos, un apologista respondía a los paganos, entre los que reinaba una lujuria superlativa: “Nosotros, los cristianos, no tenemos más que o una mujer o ninguna”.

La calumnia de la inmoralidad de los cristianos quedaba desmentida por la misma conducta de los perseguidores, que, sabiendo la honestidad de la mujer cristiana, cometían el peor atropello contra ella, como les echa en cara aceradamente Tertuliano: “Prefieren llevar a nuestras vírgenes al prostíbulo para ser violadas antes que echarlas a los leones en el circo” (juega con las palabras “lenonem”, prostíbulo, y “leonem”, león).

 

Los apologistas podían escribir así porque eran cristianos cabales. Por poner un caso. Hemos citado a Orígenes, el portento de la Escuela de Alejandría. Su padre Leónidas, que morirá mártir, se acercaba al niñito en la cuna, le descubría el pechito y le besaba como a templo del Espíritu Santo. De tal padre vendrá tal hijo. Llevado Leónidas al tribunal y a la muerte, la madre hubo de esconder toda la ropa del muchachito adolescente Orígenes porque se empeñó en escaparse de la casa para morir mártir también. Ya mayor, fue perseguido y supo escribir líneas como éstas:

“Entonces había creyentes, cuando los martirios se sufrían desde que se nacía. Cuando los catecúmenos, al par que para el bautismo, se instruían para el martirio, sin sentir la más leve tentación ni turbación contra el Dios vivo de los que habían confesado la verdad hasta sufrir la muerte”.

 

Con los ejemplos traídos ─aunque de manera tan sintética y sin citar nombres y nombres tanto de escritores paganos como de apologistas cristianos─, podemos hacemos una idea de lo que fue la lucha literaria contra la Iglesia durante las Persecuciones Romanas, y lo que eran también los valientes apologistas, que se exponían a ser acusados personalmente, llevados a los tribunales y morir mártires, como le ocurrió a San Justino.

La Iglesia no fue vencida ni por los tormentos infligidos a los mártires ni por las armas de la calumnia. La Iglesia siguió inmortal.