105. Los grandes santos de la  época (II)

105. Los grandes santos de la época (II)

Único fallo de estas lecciones: cuesta escoger nombres. Son muchos los que merecen una lección entera como Ignacio de Loyola, Domingo y Francisco…

 

Santa Teresa de Jesús. ¿Mujer más grande que ésta?… Declarada por Pablo VI como la primera “Doctora” de la Iglesia, sus enseñanzas traspasan los siglos y son la luz de todos los maestros de Oración. En nuestra lengua española, con aquel su simpático “escribo como hablo”, es de lo más clásico de nuestras letras. Nace en 1515, dos años antes de la revolución protestante, y ella, con sus innumerables monasterios de monjas, será ante Dios un muro formidable que detendrá la perdición de muchas almas. Lo decimos, porque ella misma nos asegura que sus religiosas, aterradas por las almas de esos pobres luteranos que se perdían, oraban mucho por su salvación. Esta era su aportación a la reforma de la Iglesia, medio superior a cualquier otro… Sus monasterios de Carmelitas Descalzas, cuajados de Santas como Teresa de Lisieux, o Teresa de los Andes…, son el mayor tesoro de la Iglesia. Teresa, buena muchacha, pero “enemiguísima de monja”, nos dice, entra sin embargo en el Carmelo de su propia ciudad de Ávila, y el convento no tiene nada de clausura pues está relajado. Varios años de vida aseglarada, porque no es mala monja pero tampoco tiene gran cosa de buena. Hasta que se da a la oración, recorre todos sus grados con heroísmo, y oye la voz de Jesús: ¡Ahora, Teresa, ten fuerte!… Entre dificultades enormes, emprende la reforma de la Orden con el monasterio de San José, al que no lleva, con las compañeras escogidas, sino una esterilla, varios instrumentos de penitencia, y un hábito viejo y remendado. Funda conventos por toda España; forma monjas jóvenes; trata con los personajes más importantes, desde el Rey hasta el Nuncio del Papa, Nuncio que da a Teresa, molesto y con desdén, un calificativo que se ha hecho histórico: “¡Esa fémina andariega!”… Con su discípulo y amigo Juan de la Cruz, emprende también entre grandes persecuciones la reforma de los Carmelitas. Su trabajo es abrumador. Y maestra de la oración, toda su doctrina la resume en la conocida definición: “No es otra cosa meditación, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Al ver que moría en 1582, dirá bromista al Señor: ¡Ya era hora! Tiempo es ya que nos veamos. Y acaba con su dicho célebre: ¡Al fin, muero hija de la Iglesia!… Este “muero hija de la Iglesia” es la lección magistral que nos ha dejado esta Doctora incomparable.

 

San Carlos Borromeo. De noble familia milanesa, era sobrino del papa Pío IV, el cual lo nombró cardenal siendo muy joven y le dio al mismo tiempo el arzobispado de Milán. Carlos iba a ser el hombre providencial que impondría en su diócesis milanesa la reforma del Concilio de Trento y ejercería además una gran influencia reformista en toda Italia. Pero su misión en la Iglesia comenzó nada más nombrado cardenal a sus 22 años. Su tío no lo mandó a Milán, adonde no iría sino bastantes años después, sino que lo retuvo consigo en Roma y le confió cargos importantísimos. Era un diplomático y consejero excepcional. Gracias a él, Pío IV se decidió a continuar el Concilio, el cual estuvo más de una vez en peligro de disolverse y fue el joven cardenal quien supo conducirlo hasta el final. Muerto el tío Papa y muertos también sus padres, todos pensaron que Carlos se casaría por llevar adelante la ilustre y rica familia. Pero él se abrazó entonces con el sacerdocio, pues no se había ordenado antes; el papa San Pío V lo quiso retener también consigo, pero Carlos, humilde y desprendido, consiguió que el Papa le permitiera marchar a su diócesis de Milán, que hacía ochenta años (!) no había tenido obispo residencial. La diócesis, naturalmente, estaba que era un desastre. Y, sin embargo, el joven arzobispo implantó sin miedos la reforma conciliar entre dificultades enormes. No se encuentra en Italia durante estos días una figura de la altura de Borromeo, que moría en 1584 con sólo 46 años de edad. Hombre de grandes cualidades humanas y un prodigio de santidad y de celo apostólico. 

 

San Juan de la Cruz. El Doctor místico por excelencia. Sus poesías, que comenta después palabra por palabra en sus libros inmortales de teología subidísima, hacen que sea considerado por muchos como el poeta lírico más grande de todos los tiempos. Con Teresa de Jesús, es el reformador del Carmelo y el maestro supremo en las vías del espíritu. A los 23 años, ya carmelita y sacerdote, piensa en retirarse a la Cartuja, y le dice Teresa: ¿Quieres dedicarte a la oración y penitencia? ¿Y quieres para eso meterte en la Cartuja? No hace falta. Sigue siendo carmelita, pero vente conmigo a donde yo te diré… Teresa se hizo con este joven, su gran ayudante en la reforma de los carmelitas. Las persecuciones que sufrió en la misma Orden no tienen nombre ni medida. Se puso el nombre de Juan de la Cruz, y la Cruz fue su único ideal, de modo que, cuando había sufrido tanto, se le aparece el Señor, y le dice: Por todo lo que has padecido, ¿qué quieres? ¿qué me pides?. Y le dio la respuesta sublime: ¡Padecer y ser despreciado por Ti!… Naturalmente, Dios lo elevó a las mayores alturas místicas. Murió a sus 49 años en 1591. Es Doctor de la Iglesia.

 

San Felipe Neri, aunque nacido en Florencia, llena la Roma de todo el siglo XVI, hasta que muera a sus 80 años en 1595. Empedernido de buen humor, hasta las cosas más serias y con los personajes más graves las hacía riendo y haciendo reír, como cuando rezaba a Dios diciéndole en versos improvisados: Yo amo y no puedo dejar de amar. Quiero que por un buen cambio, Tú seas yo, y yo sea Tú. O como cuando le avisaba a Dios: No te fíes de Felipe, pues hoy mismo puede abandonarte y convertirse en turco… Siempre rodeado de niños que juegan con él en la calle, contesta a quienes le critican: Con tal que no ofendan a Dios, si les gusta pueden cortar leña sobre mis espaldas… Se pasa horas y horas en el confesonario. Es consejero de Papas, obispos y santos los más ilustres, como Ignacio de Loyola, que lo quiere mucho. Aunque ningún Papa consiguió que Felipe aceptara ser cardenal, por eso una vez, tirando al aire su sombrero, respondió cuando le traían la noticia de que iba a serlo: ¡Cielo, cielo, que no cardenalatos quiero!… Fue un reformador como nadie en Roma.

 

San Pedro Canisio, holandés alemán, es una figura gigante, verdadero martillo contra protestantes luteranos y calvinistas. Superior de los jesuitas, fundó colegios e iglesias en aquellos países caídos en la herejía, e hizo un bien inmenso con su célebre Catecismo, que estaba en las manos de todos. Un día le llegó huyendo de su casa un muchachito y le pidió ser aceptado en la Compañía. Le gustó aquel jovencito polaco y lo remitió al Padre General en Roma con una carta que se ha hecho célebre: carta de un Santo (Padre Canisio), a otro Santo (Francisco de Borja), sobre otro santo (Estanislao de Kotska). Los tres canonizados. Canisio moría en 1597, y es Doctor de la Iglesia. Un reformador de alta categoría.

 

Santa Magdalena de Pazzi, florentina, carmelita de la Orden de la antigua observancia, no de las reformadas por Teresa, pero tan mística como la monja de Ávila. Magdalena tiene una de esas vidas que tampoco se entiende. Una auténtica loca de amor. “Mi nombre de bautismo, Catalina, pero me puse yo el de María Magdalena, porque yo quería ser como ella: una mujer que, después de haber pecado tanto, amara a Jesús como nadie”. Eso de gran pecadora lo decía ella, pues fue un ángel desde niña. Y en su convento de clausura en la misma Florencia, fue con su oración y sacrificio ─¿Morir? ¡No! Sino padecer, padecer”─, hasta que murió en 1607, una verdadera apóstol de la reforma católica.

 

San Francisco de Sales, francés saboyano, muerto en 1622, uno de los santos más queridos, es por antonomasia el santo de la dulzura, de la bondad, “el Santo caballero”, el obispo que con su amabilidad llegó a hacer volver a la Iglesia, dicen, hasta 70.000 herejes que la habían abandonado. Dejando números hipotéticos, sí que convirtió a muchos. Y con sus libros, sobre todo “La Vida Devota”, ha fomentado la piedad en la Iglesia de modo extraordinario. Francisco fue un regalo grande de Dios a la Iglesia que se reformaba.

 

San José de Calasanz, español aragonés, pasó su larga vida sacerdotal en Roma donde fundó la Orden de los Escolapios. Pocos hombres se encontrarán tan beneméritos de la Iglesia y de la sociedad como Calasanz. Fue él, indiscutiblemente, quien no sólo ofreció enseñanza a los niños pobres que vagaban por las calles, sino el que instituyó las escuelas obligatorias para la niñez. Su apostolado le creó incomprensiones, calumnias y persecuciones inimaginables de los mismos suyos dentro de la misma Iglesia. Claro, que Dios le sacó de todas y hoy es reconocido como uno de los mayores educadores de la niñez y juventud. ¿Reformador en la Iglesia como él? Pocos… Calasanz moría en Roma a sus 92 años en 1648, año en que nosotros acabamos nuestra Historia de la Iglesia en la Edad Nueva.

 

Es lástima que por falta de espacio y por no multiplicar las lecciones, nos quedemos tan cortos en traer la semblanza de tantos Santos y Santas como deberíamos recordar aquí y que fueron, con los ya descritos, los verdaderos reformadores de la Iglesia. Sí que lo haremos con algunos más al traer a los Mártires ─canonizados o beatificados─ de las presesiones protestantes, como también de los Santos y Santas de las Misiones que pronto veremos. En estas dos lecciones de ahora cabrían ejemplos como Luis Gonzaga, Juan Berchmans y Estanislao de Kotska que tanto influyeron en la juventud estudiosa; y nombres como Cayetano de Thiene, Tomás de Villanueva, Juan de Ribera, Pascual Baylón, Andrés Avelino, Félix de Cantalicio, Francisco de Regis, Alonso Rodríguez, Francisca Fremiot de Chantal, Catalina de Ricci, Jacinta de Mariscottis, Lorenzo de Brindis, Antonio María Zaccaría, Pedro Fourier, Salvador de Horta, Juana de Lestonac, Bernardino Realino y Roberto Belarmino… Imposible seguir con más en la lista. Todos ellos están canonizados. El mal de la herejía y el cisma causaban estragos en el Pueblo de Dios. Pero el Espíritu Santo sabía suscitar también santos innumerables en los días en que más los necesitaba en la Iglesia.