101. San Pio V y Lepanto

101. San Pio V y Lepanto

La reforma del Concilio no se iba a implantar fácilmente. Aunque aceptada oficialmente por toda la Iglesia, se presentaban dificultades y resistencias. El ejemplo que dieran los Papas sería algo fundamental. Y muerto Pío IV que terminó y aprobó el Concilio, le sucedía el que había sido general de los Dominicos, Miguel Ghislieri, con el nombre de Pío V. A pesar de los pocos años como Papa (1566-1572), no se entiende cómo pudo llevar adelante tantas obras para implantar todas las disposiciones tridentinas. Se necesitaba en la Iglesia un Papa como él.

 

La reforma conciliar no debía quedarse en decretos sobre el papel y el nuevo Papa, piadoso, austero, empezó por sí mismo, fiel a sus palabras: “Las armas de la Iglesia son la oración, la penitencia y la Sagrada Escritura”. No quiso consigo a parientes, pues había de acabar radicalmente con el nepotismo, y si dio el cardenalato a su sobrino Michele Benelli fue casi por imposición de los demás cardenales, y al pobre sobrino le exigió en el Vaticano una vida de austeridad tan severa como la del tío Papa ─que vestía bajo la sotana papal un áspero hábito dominico y dormía sobre un jergón de paja─, y así le prohibió a Michele los vestidos y cortinajes de seda, igual que la vajilla de plata. Con su familia, de condición humilde, fue riguroso, y si ayudó a sus sobrinos fue sólo haciéndoles estudiar en el colegio de los jesuitas. A un hijo de su hermano le permitió venir a Roma por las muestras de valor que había dado anteriormente y lo nombró oficial en la guardia pontificia. Pero al saber el tío que el joven llevaba secretamente una vida poco arreglada, le dio al fiscal por escrito la sentencia: “Paolo Ghislieri pierde todos sus empleos e ingresos y en el plazo de tres días, ha de abandonar Roma y al cabo de diez los Estados Pontificios”. Esto, con los familiares.

Además, todos los enormes gastos que se hacían para la coronación del nuevo Papa, él mandó repartirlos entre los pobres. Y como la reforma de las costumbres había de llegar a todos los fieles, al aproximarse los carnavales, tan fastuosos y ligeros en Roma, el Papa se trasladó al convento dominico de Santa Sabina, dejando el Vaticano, para no poder presenciar ninguna diversión y enseñar a todos la seriedad cristiana. Hizo salir de Roma a muchas mujeres dedicadas a la prostitución ─pues había muchas, a pesar del apostolado tan paternal y eficaz que San Ignacio de Loyola había desarrollado con ellas─, y respondió a quienes le aconsejaron no despedirlas, pues eran tantas: “Quédense aquí con ellas, que yo me marcharé a otra ciudad”. Y para enseñar a los cardenales, que hasta entonces vivían como príncipes, nombró un buen grupo escogidos de entre los sacerdotes más ejemplares. Así empezaba la reforma por la Curia y por la Ciudad del Papa. Ahora, tendría autoridad para imponerse en cosas más serias.

 

Los romanos se iban a sentir contentos, a pesar de las exigencias del Papa, porque tomó a pechos el arreglo de la Ciudad, en parte para dar empleo a muchos trabajadores. Así, reanudó las obras de la basílica de San Pedro; reparó los acueductos de la fuente de Trevi; para eliminar la usura, que empobrecía a tantos, a los judíos los hizo habitar en su barrio propio y creó en todos los rincones montes de  piedad.

Junto con estas mejoras materiales, impuso a la vez la instrucción del pueblo en la doctrina cristiana. Hizo imprimir el Catecismo Romano, escrito anteriormente por unos Padres dominicos, para los sacerdotes y fieles, ya que los niños y jóvenes contaban con otros más sencillos como el de San Pedro Canisio.

Con todo, si algo preocupaba a Pío V era la Inquisición. Hombre bondadosísimo, pero en cuanto a la fe católica era intransigente hasta el extremo. Como el único remedio que veía eficaz era la Inquisición, ésta se le convirtió en obsesión verdadera. Estaba dispuesto a perdonar, y los perdonaba de hecho, a todos los herejes o sospechosos de herejía que abjuraban de sus errores; pero, ¡pobres los que se mantenían en sus ideas anticatólicas!, las cuales podían ser ahora juzgadas con claridad meridiana con sólo presentarles las decisiones de Trento. Esto ocurrió con el famoso hereje Pietro Carnesecchi, ex secretario del papa Clemente VII, y acusado y juzgado bajo Pío IV. Vivía libre en Florencia, pero Pío V lo pidió para juzgarlo en Roma ante las nuevas acusaciones que le llegaban. Los Médici lo entregaron al Papa, y leídos en público los resultados del interrogatorio, lectura que duró dos horas ante un público inmenso, el enviado de su señor el duque de Mantua, le escribía: “Muchos años hacía que no se habían sabido cosas semejantes de un hombre como éste, el más criminal hereje que jamás haya existido. Cuanto más avanzaba la lectura, mayor era el estupor que causaba oír tanta maldad”. Sentenciado a muerte, el Papa retrasó la ejecución para darle tiempo a reflexionar, se arrepintiera y se confesara. Esperando le perdonarían la vida, al fin hizo una retractación tan equívoca y confusa que ni católicos ni sus partidarios herejes quedaron satisfechos. Sólo Dios supo su suerte eterna…

 

En algo que no valía la Inquisición fue en el caso de Isabel I de Inglaterra, la hija de Enrique VIII con Ana Bolena. Sabemos cómo jugó con dos caras hasta verse segura en el trono, que de suyo no le pertenecía. Desenmascarada ya del todo, declarada hereje manifiesta y con el título de cabeza de la Iglesia Anglicana, mantenían en ésta sólo dos sacramentos como simple signo de la gracia, Bautismo y Eucaristía; pero negaban la transubstanciación, de manera que Cristo no está realmente en el Sacramento, el cual es un simple “recuerdo”, “memoria”. Isabel fue excomulgada por el papa San Pío V, y murió sin la más mínima señal de retractación después de haber hecho cometer incontables asesinatos en los que le negaban sus derechos reales y su privilegio de cabeza de la iglesia.

 

LEPANTO merece un recuerdo muy especial al hablar de San Pío V. Recordamos por muchas lecciones anteriores cómo desde el siglo XIII todos los Papas y Concilios planeaban siempre dos cosas: la reforma de la Iglesia y la cruzada contra los musulmanes. La reforma no se tomó nunca en serio, y, en cuanto a la cruzada, no respondían los reyes y príncipes, o se retiraban vencidos. Total: fracaso siempre en ambos proyectos. La lucha contra el Islam se hizo mucho más apremiante desde 1453 con la caída de Constantinopla en manos de los turcos. San Pío V calibró como nadie la situación: o se les vencía de una vez o peligraba la Europa entera. Inició en serio la reforma de la Iglesia y vino como un premio de Dios la segunda parte: al fin el turco musulmán iba a ser vencido.

Llamó a las naciones cristianas para la cruzada, llamada esta vez la Liga Santa. Respondieron España y Venecia, pero no Portugal ni Austria, y menos Francia, la cual había pactado con los turcos. No hay que describir las dificultades que se hubieron de vencer. Pero al fin se llegó a formar la enorme escuadra que debería enfrentarse en una batalla naval contra  los turcos, muy superiores en fuerzas al sureste de Asia y a las mimas puertas de Europa ya en la Grecia continental. En Septiembre de 1571 se llegaron a concentrar en Mesina, Sicilia, las fuerzas cristianas: España, con 164 naves; Venecia, con 134, y los Estados Pontificios con 13; un total de 316. Contaban con 1,250 cañones. Y los soldados en total, 91.000, entre españoles, venecianos, italianos y alemanes. Los enormes gastos se dividieron en seis partes, de las cuales pagaría tres España, dos Venecia y una el Papa. Al frente de la expedición, como Jefe supremo, iba el joven Don Juan de Austria, hermano de Felipe II rey de España. Hechos a la mar, emprenden el viaje hacia Oriente, hasta que el 7 de Octubre de 1571 se encuentran las dos armadas frente a frente en el golfo de Lepanto para emprender la lucha que Miguel de Cervantes llamará “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.

Grandes discusiones de los estrategas cristianos ante las dificultades que se presentan, hasta que se impone la voluntad del Jefe Don Juan de Austria: “Señores, ya no es hora de deliberaciones, sino de combatir”. Antes, se había arrodillado para rezar, imitado en las otras naves, a la vez que clamaba a todos: “Victoria segura, que vamos a luchar por Dios, y si luchamos hasta perder la vida, la ganaremos”. Los Padres jesuitas y capuchinos  mandados por el Papa, impartían a todos la absolución y les aplicaban la indulgencia plenaria. La batalla fue terrible. En torno a la nave capitana de Don Juan, fielmente protegida, se hizo presente también la capitana de los turcos, cuyo jefe Alí Bajá murió. Un galeote cristiano, Andrés Becerra, descuelga el estandarte turco, le corta la cabeza a Alí, salta con ella a la nave capitana, se la ofrece a Don Juan, el cual, con gesto de asco, le grita: “¡tírala al mar!”… Al atardecer, después de una lucha gigantesca, y vencidos los turcos, la batalla se daba por concluida, con resultados escalofriantes. Los turcos perdieron 262 barcos, con  25.000 a 30.000 muertos; 5.000 prisioneros, y liberados 12.000 que llevaban en sus galeras.  Los cristianos habían perdido 40 naves, 2.700 hombres muertos, más 14.000 heridos, uno de los cuales fue Cervantes, mutilado en un brazo que le dejará inútil para siempre la mano izquierda, aunque con la derecha nos dejará su obra genial de Don Quijote de la Mancha.

San Pío V atribuyó semejante victoria a la Virgen María, pues aquel día había organizado en Santa María la Mayor solemnes rogativas, e instituyó la fiesta de Santa María de la Victoria. Pero Gregorio XIII, considerando que fue el triunfo por el rezo del Rosario, fijó en el mismo día 7 la fiesta de la Virgen del Rosario, que perdura hasta nuestros días.

La verdad es que no se sacó después todo el fruto que podía haber producido Lepanto. Los turcos en adelante ya no iban a preocupar seriamente. Pero no se les aniquiló del todo, como quería el Papa, en el norte de África y Constantinopla. Así y todo, Lepanto fue decisivo para la paz cristiana en Europa.

 

Con San Pío V comienza la serie ininterrumpida de Papas postridentinos, que serán una gran gloria de la Iglesia. Como hombres que son, tendrán sí sus defectos humanos, como cualquier persona, pero en ninguno se condenarán ya los fallos aquellos que tanto hicieron padecer al Pueblo de Dios en siglos anteriores. Al revés, desaparecido el conciliarismo ─eso de que el Concilio estaba sobre el Papa─, todos los fieles estarán siempre orgullosos del Obispo de Roma, al que venerarán con fe como Vicario de Jesucristo.